Antonio “Mario” Dabdoub El señor de las telas

/ 16 de Febrero de 2017

Durante décadas, la tienda de telas Yarur fue sinónimo de calidad y un referente del rubro en el sur de Chile. Una marca principalmente dada por su dueño, para quien la honradez y la amabilidad hacia sus clientes y empleados fueron el pilar de su trayectoria profesional. A punto de cumplir 87 años, comparte con nosotros sus anécdotas e historia de vida, una en la que el trabajo se convirtió en su único vicio.

Por Consuelo Cura/ Fotografía: Gino Zavala.

 
Éste es el relato de una persona ejemplar, de un trabajador por excelencia, de un hombre con el que se podrían pasar horas hablando y escuchando sus anécdotas y de alguien que impuso un sello en el comercio de Concepción. Pero para contar más sobre su vida, primero es necesario aclarar de quién estamos hablando.
Oficialmente y según la inscripción del Registro Civil, su nombre es Antonio Dabdoub Adauy; sin embargo, para sus cercanos y su familia, él es Mario, pues así le llamaron al nacer.
La historia es así: era 1930 cuando Rosa Adauy y Ramón Dabdoub, ambos palestinos que llegaron a Chile con sus respectivas familias escapando del Imperio Turco Otomano durante la Primera Guerra Mundial, tenían a su segundo hijo, en Tomé. Lo llamaron Mario, y así fue conocido durante sus primeros años de vida. El abuelo de aquel niño, de nombre Antonio, quien era dueño de un almacén donde se vendía ropa, calzado y otros artículos, reconoció en su nieto un don innato para el comercio.
La tradición árabe en esos tiempos establecía que el descendiente hombre que se haría cargo de los negocios familiares debía llamarse igual al patriarca y, si bien Mario no era el mayor de sus hermanos, su talento natural para los negocios hizo que el abuelo fuera enfático: debía llamarse Antonio. Por lo tanto, como la costumbre era más fuerte, cuando ya tenía más de 10 años, su madre lo inscribió con el nombre del abuelo, aunque en su círculo le siguieron diciendo Mario, tal como él quiere que lo denominemos en este reportaje.
 

Los inicios del vendedor

Ya dijimos que nació en Tomé, pero las huellas de esta familia árabe no se quedaron plasmadas sólo en esta localidad. A fines de la década del ‘30 estaban instalados en Quirihue, donde continuaron su tradición comerciante. Allí Mario vio que el trabajo duro era el camino. Su padre salía a vender a caballo las telas y su mercadería por los sectores rurales aledaños a la ciudad. Él, en sexto de preparatoria dejó la escuela para dedicarse por completo al almacén.
De su vida en Quirihue tiene buenos recuerdos, en especial, de aquella gente de campo que les obsequiaba comida y animales de vez en cuando. “¡Una vez nos dieron un chancho de 106 kilos!”, exclama, para luego añadir que con ese regalo su familia tuvo para comer por, al menos, dos años.
Se acuerda también de un buen amigo del que era cómplice y con quien apostaba con los campesinos. Iban por las calles de la ciudad preguntándole a la gente cuántos dedos tenía su compañero en las manos. La respuesta lógica era diez; sin embargo, no contaban con que su aliado había nacido con seis dedos en una mano, por lo que siempre salían ganadores en la jugada.
Durante esos años también forjó los valores que fueron el pilar de su trayectoria como comerciante: la honradez y la amabilidad hacia sus clientes y empleados. Cuenta que en esa ciudad también había otra familia árabe en el rubro, pero que sus métodos terminaron haciendo que la gente prefiriera a los Dabdoub. “Había dos medidas para vender las telas: las varas y los metros, y este señor (la competencia) vendía los productos en varas diciendo que eran metros, y los compradores después iban a nuestra tienda y nos pedían ratificar las medidas. Ahí se daban cuenta de que los habían engañado”, relata.
Una competencia que llegó a tal punto que un día cuando iba caminando por la calle, “este caballero se me acercó y me pegó un combo, porque él decía que nosotros teníamos los precios muy bajos, que había que subirlos”, afirma Mario. Una idea que para ellos nunca fue una opción, señala, agregando que esa forma de actuar significó que ellos se quedaran con la clientela.
Buenas maneras que tras su estada en Quirihue replicaron en su siguiente destino: Coelemu, en la década de los ‘40. Siendo ya un joven continuó su afán por siempre poner en primer lugar a los clientes. “Si se acercaba a la tienda una dama muy buenamoza, yo le decía a mis empleados por favor atiéndanla muy bien, y así ella se sentía integrada dentro del negocio”, manifiesta para luego dar la explicación de su actuar. “Si no había público, mujeres como ella no entraban al local por temor a que los vendedores las molestaran; entonces, de esa manera, yo les daba confianza”, añade sentado en un sofá de su casa en el centro de Concepción.
No sólo era una forma de dar seguridad a sus clientas, también había un componente publicitario detrás. “Cuando esa mujer llegaba a su casa o se juntaba con sus amigas, probablemente les decía que en ese negocio la habían atendido muy bien y que el dueño era muy amable, entonces nos recomendaba”.
 

La era dorada

Luego de Coelemu regresaron a Tomé, en donde instalaron La casa Bambi, en la época en que la comuna se erigía como la cuna de los textiles en el sur de Chile. La venta de géneros era su fuerte, pero también comercializaban cigarrillos, hierba y las camisas que su madre Rosa fabricaba.
Yarur-1Con un negocio cada vez más fuerte, había que buscar nuevos mercados, y Concepción se convirtió en la casa definitiva de Mario Dabdoub y su familia, en donde compraron el depósito y distribuidora de telas Yarur, propiedad de su parentela materna, los Adauy, que estaba ubicada en la galería que hasta hoy lleva el mismo nombre.
Tras la muerte de su abuelo Antonio, fue él quien se hizo cargo de la empresa familiar, formando una sociedad con uno de sus cinco hermanos y su padre. Así continuaron con la tienda Yarur, nombre tomado de una de las fábricas de telas más importantes de la época en Santiago, desde donde traían parte de los géneros. En poco tiempo su local se transformó en un ícono de la capital penquista.
A pesar del éxito, hubo algo que jamás cambió y por lo que obtuvieron sus recompensas. Como aquella vez que un matrimonio de Temuco llegó a su negocio con su hijo de pocos meses de vida. Mario recuerda que el niño no dejaba de llorar, por lo que les ofreció que un junior podía llevarlos a su departamento en el centro de Concepción, para que su nana les sirviera un té, quien además sabía santiguar. “Fueron, descansaron, santiguaron a la guagua y cuando volvieron hicieron una compra de siete millones de pesos: ¡La compra del año!”, exclama, y agrega que tanto fue el agradecimiento de sus clientes que volvieron un año más tarde e hicieron un pedido también por una suma importante.
 

Un amor caribeño

Para Mario, quien no fumaba ni bebía, el trabajo se convirtió en su único vicio y volcó en él su rutina. Absorto en ella, a los 45 años seguía soltero, y tras un problema en la galería donde estaba la tienda, su amigo Domingo Abudoj lo incentivó para ir de viaje a Estados Unidos, pero con una escala en Honduras, donde tenía familiares. Sin muchas ganas de ir al país caribeño, igual aceptó la invitación que transformó su vida.
En Tegucigalpa visitaron la casa del hermano de su amigo, Jorge, y a su hija, Mirna Abudoj, quien se convertiría en el amor de su vida, aunque conquistarla no fue una tarea fácil, ya que ella tenía sólo 23 años.
Sentada a su lado durante esta entrevista, Mirna afirma que de su parte no hubo un interés inmediato en este hombre de ya pasadas las cuatro décadas. La diferencia de edad era un tema no menor, sumado a la posibilidad de cambiar su vida en la cálida capital hondureña por el frío de Concepción.
Según Mario, para él el flechazo fue instantáneo desde que la vio en el garaje de la casa del hermano de su amigo, y lo que siguió fueron dos años de conquista. “Me mandaba unas cartas de amor preciosas dos veces al mes, eran hermosas, tanto que yo hasta pensaba que se las escribía un amigo periodista que tenía”, cuenta Mirna riendo, mientras que Mario Dabdoub asegura ser el autor de las misivas.
No sólo tuvo que sacar a relucir su faceta de escritor de poesía, también se hizo amigo del padre de Mirna, para así tener una excusa más para viajar constantemente a Tegucigalpa, algo nada de sencillo, porque andar en avión no era una de las actividades favoritas de Mario.
Sin embargo, los esfuerzos dieron sus frutos, y en 1976 se unieron en matrimonio en Honduras, pero hasta el último minuto ella se hizo esperar. “Llevaba más de una hora en la iglesia, estaba el cura que nos iba a casar, los amigos, la familia, y Mirna no llegaba”, rememora.
Tanta era la incertidumbre de todos que en un momento se le acercó el propio sacerdote para decirle que ya que su novia no arribaría mejor eligiera a una de las invitadas, “que eran todas muy bonitas y que podía casarse con una de ellas”, afirma. Pero él, por supuesto, aguardó por quien se convertiría en su esposa y la madre de sus tres hijos.
 

Un lugar innovador

Mirna llegó a Concepción en 1977, donde una lluvia de veinte días le dio la bienvenida. Acá se convirtió en parte fundamental del negocio, ayudando a Mario en un concepto pocas veces antes visto en la capital regional.

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Mario junto a su esposa, Mirna Abudoj.
A pesar de su miedo a volar, la pareja era una asidua a los viajes al extranjero, en donde observaban las vitrinas de las tiendas y cómo éstas entregaban una idea de acuerdo con la temporada. Así quisieron innovar en esta área, logrando innovadoras muestras que llamaban la atención de los clientes. Incluso, cuentan, fueron muchas las veces que la gente quiso comprar lo que habían puesto en exhibición tras las ventanas.
“Una vez teníamos unas telas muy lindas que trajimos de Santiago, y yo quise ponerlas en la vitrina. Vestí a unos maniquíes con el género, y alrededor pusimos una especie de mesa que adornamos con granos de café entero”, cuenta Mirna, añadiendo, entre risas, que no sólo causó sensación, sino también provocó que muchas personas entraran a la tienda pensando que vendían café.
Asimismo, Mario fue el primer comerciante de Concepción en vender mantas de huaso para Fiestas Patrias, las que mandó a hacer a la capital, para que luego sus dos hijos mayores las modelaran vestidos a la usanza en la tienda del centro. Fueron un éxito, asegura, ya que las tenían a un precio bastante asequible para el bolsillo de los penquistas.
Los años que pasaron, ya separado de su hermano en la sociedad comercial, fueron -afirman- bastante dulces. Una clientela fiel que llegaba desde todo el sur de Chile, buscándolos por el sello que dejaron en ellos, los convirtió en un referente a la hora de comprar telas. La amabilidad, el buen servicio y, por supuesto, el ingenio de Mario resultaron la mezcla perfecta.
Recuerda la vez que dos señoras de Talcahuano fueron al negocio, pero una de ellas comenzó a sentirse mal y le decía a su amiga que mejor se fueran, porque le dolía el estómago. En ese momento se acordó de un botiquín que su esposa había dejado en el local en caso de alguna emergencia. “Le dije a la mujer que no se preocupara, que yo había estudiado Medicina y le di unas gotitas”, afirma entre risas. La respuesta de la clienta fue la que esperaba: “Me siento mejor, sigamos comprando”.
Otra ocurrencia de Dabdoub fue darle un dulce como regalo a los niños que acompañaban a sus madres a la tienda. Pero no era cualquier golosina. Era una que venía dentro de un envoltorio difícil de abrir, “cosa que se demoraran y dejaran a sus mamás tranquilas haciendo las compras”.
 

El desprenderse 

Son muchas las anécdotas que construyeron hasta el 2000. Disfrutando ese año de unas vacaciones en El Caribe, Mario sufrió una isquemia (interrupción del flujo sanguíneo hacia el cerebro), que lo dejó con secuelas motoras. “A Chile llegó en silla de ruedas y tuvimos que comenzar una terapia con fonoaudiólogos y kinesiólogos”, dice Mirna, quien asegura que ése fue el momento en que sucedió “algo mágico”, ya que su marido se desprendió por primera vez del trabajo a los 70 años, y dejó en manos de ella el futuro del negocio.
Decidieron bajar sus cortinas y arrendar el local, no sin antes pedir un préstamo al banco para pagar “hasta el último peso a los empleados”, afirma Mario, terminando así con la historia física de la tienda, porque el recuerdo del servicio entregado quedó en la memoria de todos quienes alguna vez estuvieron ahí.
“Las señoras de edad aún lo paran en la calle y le dicen a mí nadie me atendió como usted”, cuenta Mirna, expresando que el sello de atención al cliente fue estar siempre presente, de lunes a sábado, desde que abría la tienda hasta su cierre, pasadas las nueve de la noche.
Tras su enfermedad, Mario ha podido pasar más tiempo con su familia, sus hijos y su única nieta de 14 años, a quienes ha querido traspasar su legado en los ámbitos en que se desenvuelven. Uno es veterinario, el otro arquitecto y la menor estudió musicoterapia, pero su sueño siempre fue tener un local de comida palestina, el que ahora es una realidad en el centro de Concepción, y Mario, además de sentir orgullo por su descendencia, una vez más dice que el éxito de cualquier emprendimiento es siempre poner como prioridad el buen trato a los clientes.
Son las lecciones, anécdotas e historias de un vendedor de antaño, como ya no los hay, y que dejó una huella que aún no se borra en la memoria de los habitantes de la capital regional.

O’Higgins 680, 4° piso, Oficina 401, Concepción, Región del Biobío, Chile.
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