“Bastardos sin gloria”: Tarantino, en la hora de su transición

/ 28 de Octubre de 2009

¿Es verdad que “Bastardos sin gloria” ha tenido uno de los estrenos más taquilleros en la filmografía del gurú Quentin Tarantino? Efectivamente. Al menos en arrastre, el maestro se mantiene intacto.
En contraste ¿Es verdad que es una de sus películas más criticadas a la fecha? Así es, y básicamente por dos motivos: Tras ver las dos horas y media de duración de “Bastardos sin gloria”, queda la sensación que Tarantino, al parecer, se nos achanchó un poco. Genial en algunos personajes, flojo en otros; reiterativo hasta decir basta de sus propios guiños a la cultura pop gringa, y frases clisés que antes parecían cool, pero ahora bordean la parodia; pero sobre todo, una excesiva, desaforada ansiedad por seguir contándonos las millones de películas que vio y re-visitó en sus tiempos como empleado de una tienda de videos que atenta contra su propio film.
En esta ocasión Tarantino nos traslada a la Francia ocupada por los nazis en los comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Bajo la embrujadora y mítica frase “Érase una vez”, nos cuenta cómo Shoshanna Dreyfus (Mélanie Laurent) presencia la ejecución de su familia a manos del perverso coronel nazi Hans Landa (Christoph Waltz, el mejor actor de la movie). Horrorizada, consigue escapar y huye a París donde se forja una nueva identidad como dueña y directora de un cine. De forma paralela, el teniente Aldo Raine (Brad Pitt) reúne a un grupo de soldados escogidos para una única misión: formar una brigada de elite, denominada “Bastardos”, dedicada a aniquilar al mayor número posible de nazis con una brutalidad tal, que logre aterrorizar a los verdugos más crueles del Fhürer. En su objetivo se unen a la actriz alemana Bridget von Hammersmark, una espía secreta de los aliados, que los conducirá a una conspiración que buscará el asesinato de todo el alto mando del Tercer Reich. Por cosas del destino, todos los personajes se reúnen en el cine de Shoshanna, quién también está sedienta de solucionar sus cuentas pendientes con el Reich.
Desde la primera secuencia -la del interrogatorio de Landa a un granjero francés que refugia a una familia de judíos- Tarantino demuestra que no ha perdido nada de su tradicional talento para generar progresivas tensiones en base a diálogos cautivantes, quisquillosos. Un cuadro inteligente, pues Landa es un villano de la Gestapo poco tradicional: en lugar de un gorila que entra de forma bestial a allanar una casa, el coronel SS es un tipo culto, de inteligencia sobresaliente y ademanes educados. Tarantino ilustra el alma perversa que puede esconder una sonrisa afable. Lamentablemente, el resto de las secuencias que parecen más bien caprichosos pretextos para un desfile de citas innumerables, que incluyen de desde John Ford a Sergio Leone o Leni Riefenstahl, bajo un soundtrack algo escuchado, con clásicos de Morricone y la sorprendente “Cat people” de David Bowie. Con todo, Tarantino es Tarantino, y si algo logra salvar a su metraje de su holocausto es el apoteósico final, con la venganza de Shoshanna consumada y su cine en llamas. Surrealismo y delirio fuera de serie, que no obstante sonará a simple infantilismo en más de un paladar sofisticado. Con Todo, “Inglorious basterds” no deja de estar en un nivel superior a casi toda la cartelera de estos tiempos. Está lejos de ser la mejor obra de Tarantino; con suerte es una transición hacia una madurez. Una donde recoja su capacidad de lograr clímax maestros y oníricos, como el incendio del cine, de reemplazar el efectismo en virtud de un punto de la sencillez de sus mejores armas, y por cierto, sin la obsesión por interrumpir buenas ideas con interminables pies de página.

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