Cárcel de mujeres en Concepción. Tras las rejas, la vida sigue

/ 24 de Octubre de 2013

Las vidas de María Cristina, Pamela y su guagua, y Fernanda y su pareja Andrea son apenas la punta del iceberg de lo que se vive en  el complejo e incomprendido mundo de la cárcel, pero donde es posible la reinserción si hay un mayor compromiso de la comunidad. La U Penitenciaria, con el apoyo de la UCSC y una veintena de egresados en Técnico de nivel superior en Construcción Habitacional, desde 2007 es un proyecto innovador y un ejemplo concreto de que sí se puede, pero podrían haber muchos más. Y con razón, el mayor Andrés Muñoz, jefe operativo (s) del Complejo Penitenciario de El Manzano, dice que mientras están privados de libertad, nadie quiere trabajar con ellos y aunque la sociedad exige penas más altas, poco hace para evitar que el día de mañana esta gente no reincida. Estuvimos  ahí, en la sección femenina, y recogimos testimonios de esfuerzo y perseverancia e  historias de vida que invitan a la reflexión, incluso de sus custodias que no erraron en su decisión de convertirse en gendarmes.


“Yo no era parte de esta vida, siempre fui buena alumna y me destacaba en todo”, evoca de su vida extramuros María Cristina Hormazábal Vergara, de 56 años, la novata de la Universidad Penitenciaria de El Manzano, en Concepción, donde estudia Técnico en nivel superior  en Construcción Habitacional. Es la única mujer en la tercera generación  de esta carrera que partió en 2007 en la Región y de la que ya hay 20 egresados de Concepción, Lebu y Cañete. Todos están  trabajando, excepto los dos que debieron volver a la cárcel porque “les saltó una nueva condena” por causas antiguas cuando se encontraban en libertad, refiere el mayor Andrés Muñoz Verdugo, jefe operativo (s) del Complejo Penitenciario.
Una condena  de 10 años retiene a María Cristina en la sección femenina del recinto, lejos de sus hijos y de sus nietos pequeños por quienes se desvela cosiendo, tejiendo, limpiando  y alhajando el módulo Uno para “hacer conducta” y -ahora- estudiando para postular a algún beneficio extra carcelario. Ocupada en todo lo que hace, sobrelleva mejor la pérdida de su hijo menor, Álvaro Romero, de 20 años, acribillado en el antejardín de su casa, en Lorenzo Arenas, por tres sujetos hoy en libertad. A siete meses del episodio acaecido en el Día de  San Valentín y del que se enteró por las noticias de Radio Bío Bío, mientras se hallaba presa, dice, acongojada: “Sale más fácil matar a una persona que purgar por cualquier otro delito y yo no tenía cómo contratar a un abogado particular para hacer justicia”.
Dos años y cuatro meses cumplió ya en el penal esta mujer de mirada dulce y facciones suaves, de hablar pausado y modales delicados que confiesa ser madre soltera y haberse independizado a los 14 años, cuando murió su padre y su madre se volvió a casar. Hoy, tiene cinco hermanos más. “No la culpo a ella, cada una se busca su destino”, agrega, al tiempo que se reconoce ser una bala para el negocio y reunir dinero para el módulo haciendo calcetas de polar o friendo pescado, “pero la gente aquí no cambia; les da lo mismo que hayamos podido comprar una enceradora o una cortina de baño bonita. A mí me da vergüenza que nos digan cochinas”. En el taller de costura, donde hacen arreglos y hasta confeccionan tenidas completas junto a otras internas, pueden llegar a tener ingresos mensuales de hasta $100 mil.
A María Cristina le gusta estar en esta Universidad, la que fue posible implementar por iniciativa de Gendarmería, del Arzobispado de Concepción, del Instituto Tecnológico de la Universidad Católica de la Santísima Concepción  y la Beca Milenio del Ministerio de Educación. Los profesores vienen al recinto carcelario sección masculina los lunes, martes, miércoles, jueves y sábado y a ella le basta cruzar unas cuantas rejas, siempre custodiada por un gendarme, para llegar a su sala de clases. “He ido aprendiendo Física y Matemáticas; presto mucha atención a las materias y después de las 17 horas, en el encierro, me queda tiempo para estudiar. Mi hija me trajo un diccionario de Inglés, pero me hace falta un libro de Física para aprender más, escuadras y otras cosas básicas para la carrera”, dice.
Bien cristiana y de oraciones diarias se reconoce; ora en la mañana, a las horas de las comidas y en las noches. “Creo en Dios y en él espero que venga una rebaja de condena. He pensado en enviarle una carta al Presidente pero todavía hay que pasar muchas conductas; según mis cuentas, antes de 2017 no podría postular a ningún beneficio. Yo les digo a las jóvenes que están aquí que aprovechen de estudiar. Es gratis y tenemos todo el tiempo del mundo para hacerlo, pero no lo asumen”, dice.

El mate en piños

En un día soleado y de visitas llegamos al recinto donde, desde temprano, madres, hijas, esposas o compañeras, mujeres en su mayoría, con sus chiquillos a cuestas, aguardan su turno para ingresar a la sección de varones. Caminan presurosas a pesar de las pesadas bolsas que cargan con bebidas, alimentos, ropas y encargos para sus familiares. En el exterior, en el camino a Penco 450, quedan abandonados papeles, vasos, botellas de bebidas y basura diversa como mudo testigo de la larga espera junto a los improvisados puestos de café, sopaipillas calientitas y “sánguches” de queso y jamón con pebre cuchareado y ají bien rojo.
Ya en el interior, en la sección femenina a cargo de la mayor Pabla Arias Díaz, todo luce más limpio y ordenado aunque no menos bullicioso. Entre las 10 y las 14 horas, antes de la hora de almuerzo, muchas de las 147 internas -85 condenadas- se calientan al sol en grupos de tres o cuatro con su termo, su mate y su cigarrito; algunas se llaman a gritos y otras deambulan entre el patio, los baños y la cocina mientras unas cuantas se afanan en los talleres de costura o en el de peluquería. En este último hallamos a Fernanda Amaro Gangas, de 30 años, dos hijas, talquina y ganadora del Programa  Yo Emprendo Semilla. Se presenta como experta en depilación y cuenta que el proyecto Fosis que le permitió reponer su máquina por un valor de $160 mil “me cayó del cielo; la anterior se me había echado a perder”.
El taller es su refugio y poco comparte el mate o la conversación con los “piños”, en el patio, dice. Su fuerte son las depilaciones, sobre todo en verano -piernas, axilas, bigote- porque en invierno “no hay nada que mostrar” y sus mejores clientes son las imputadas del módulo 3. “De repente, cuando me falta, empiezo a movilizarme rápidamente; con un par de visos -$20 mil- salvo el mes, pero poco puedo hacer este trabajo o tinturar porque las compañeras no pueden cambiar de look. No está permitido por Gendarmería”.
Cuando salga -le faltan 11 meses de condena- piensa echar a andar un bar-restaurante en San Clemente; la patente está vigente y a nombre de su padre Fernando Amaro Hernández, pero tiene que llegar a armarlo y abrir. “El Ferrocarril me está esperando”, dice, aunque no piensa abandonar el rubro de la peluquería ni a su pareja -Andrea- con quien comparte abrazos, penas y alegrías desde hace un año. “Con ella descubrí otro tipo de sentimientos”, pero anticipa que si esta relación no es bien vista por sus hijas Rocío (13) y Silvia Catalina (5) que ahora cuida el abuelo, ella prefiere a sus pequeñas. “Son mi vida, son hermosas, una rubia y la otra morena como en el chiste del lechero y del carbonero”.
Y bromea, a propósito de que su padre perdió las extremidades superiores e inferiores después de una paliza, al ser confundido por otra persona, con que “su herramienta le quedó buena; de lo contrario no habría nacido esta belleza”. Cuenta que hace 30 años nació en cuna de oro, como sus hermanos, pero después de la separación de sus padres cuando ella tenía 9 años y se fueron a vivir a un campamento -y en la noche podían ver las estrellas desde sus camas- las cosas empezaron a andar mal. El padre se bebió el bar completo y la madre cayó en la droga después de los 50; tiene dos hijos más y ha cometido muchas torpezas. “Ahí comenzó todo…”, dice, contenta porque le falta poco para irse de El Manzano: “No quiero nada con este infierno; no le hago daño a nadie, sólo arreglo los pelos feos y me mantengo en mi rincón”, aunque ahora le faltan algunos elementos -plancha, secador, capas, rociadores y un sillón-para una mejor atención a la clientela.
Y esta relación de pareja  ¿no le causa problemas aquí?
No hacemos nada malo; tenemos nuestro espacio y vivimos con más gente. A mí no me gusta el escándalo tampoco y no andamos ni de la mano ni dándonos besos en público. Todo ha sido bien natural y se lo informamos, además, a la mayor. Y ella nos dijo bien clarito: “Muy bien, pero nada de escándalos”.

La farándula del penal

En la sección materno infantil donde hoy existen cinco guaguas,  entre ellas Josefa, de 10 meses, la hija menor de Pamela Yáñez Pulgar (30, tres hijos), natural de Penco, la vida transcurre un poco distinta a la de los otros módulos. La convivencia es buena y el mejor pasatiempo es la sobremesa -entre las 13.30 y las 14 horas-, momento que destinan a “pelar a las que andan afuera, en el venusterio o van de visita a la sección masculina, pero también nos alegramos cuando alguna se ha ido en libertad o trasladada al CET de Punta de Parra, en régimen semi abierto”.
Pero antes de la tertulia, los niños tienen que almorzar a las 12 en punto y ellas deben lavar su loza y dejar impecable la cocina para lo cual se turnan: por un día, una prepara las comidas de los bebés y otra el postre; mientras ellos comen, otra acomoda la mesa y se esperan para sentarse todas juntas.
Tres años deberá pasar aquí Pamela y ya lleva 13 meses. Llegó embarazada de 7 meses y su guagua nació en el Hospital Clínico Regional; dos días después del parto la mandaron de vuelta a la sección donde cría con esmero a su hija con quien asiste a clases para completar su Octavo Básico. “La llevo en coche; cuando hay prueba, la profesora la toma en brazos o se la pasa a alguien de confianza en el patio. Dos estamos en la misma situación y tenemos que adaptarnos para ver a los niños y tratar de entender la materia”.
Hasta el año podrá tener a su hija en la sección con posibilidades de prórroga de seis meses y cuando llegue ese momento y la pequeña quede bajo la protección del tutor o de un familiar directo, siente que la perderá: “Tengo esperanzas de que su padre me la traiga aunque él no quiere nada conmigo; no me perdona que yo haya seguido haciendo cosas ilegales a sabiendas que la niña tendría que nacer en la cárcel. No me lo perdona ni él ni su mamá”, dice, aunque es una agradecida de su primera suegra buena que le está criando a sus hijos Rubén y Maite y se los lleva para que los vea.
En la cárcel, cuenta, se aprende a valorar a la familia, a los hijos y a prometerse no volver a delinquir, a buscar trabajo en lo que sea y a dejar el pasado atrás. “Yo no quiero excusarme, pero antes de caer yo mantenía a mis hijos mayores y no tenía apoyo económico de mi ex pareja; al contrario, sólo episodios de violencia intrafamiliar. Por eso hacía lo que hacía (que le reportaba ingresos de más de un millón de pesos al mes), pensando en una buena vida para ellos, pero el costo es muy grande: es estar muerta en vida; estar al lado de los hijos no tiene precio aunque bien pagando estoy mi condena”.

La custodio de las mamás

En esta ala materno-infantil de El Manzano donde casi no se escucha llanto de guaguas, todo es colorido: las paredes, los cobertores, la sala de estimulación y los coches y andadores con que los niños recorren las dependencias y curiosos entreabren la puerta de la oficina de  la cabo Sandra Contreras Avendaño (30), jefa de la sección, quien luce una panza de cinco meses y, como todas las gendarmes, su pelo aprisionado en un moño en la base de la nuca y sus labios bien rojos.
Las internas la quieren y ella se sonroja: “Me he ganado el respeto de ellas; no soy para nada irrespetuosa con ellas, pero soy muy exigente con el tema del aseo, de su comportamiento y de un sinfín de cosas. Eso mismo les ayuda a posteriori a salir de acá. Les digo cada detalle de lo que ustedes hacen acá, después se van a dar cuenta cuánto les va a servir afuera. El trato es distinto. Por eso, tal vez, tienen un cierto grado de afecto. A pesar de ser mañosa, me gusta conversar con ellas”, admite.
La funcionaria lleva 9 años en Gendarmería y dos en esta sección; ya es madre de un niño y ahora espera una niña. De su experiencia, dice: “Gracias a Dios la población que tengo en este momento no es conflictiva. Son personas con las que uno puede dialogar; puede llegar a acuerdos, relacionarse con ellas a diferencia de la población penal acostumbrada. Las mujeres que tengo acá, en su mayoría está haciendo conducta; algunas tienen beneficios, otras están siendo trasladadas a otras unidades penales por conducta. Es bien gratificante. Uno las ve llegar prácticamente con nada. Ayer se fue una chica a Punta de Parra. Tiene 22 años; nosotros inclusive le ayudamos a cambiar su modo de hablar para que pueda enfrentar la vida en libertad por ella misma y su hija;  para que tenga otra perspectiva de la vida, para que ya no vuelva  a delinquir. Todos sabemos cuánto cuesta la reinserción, pero ahí estamos como funcionarios dándoles el apoyo. Yo les pido que valoren su libertad; algunas creen que es llegar a hacer unos días e irse, pero cuando ya hay niños, la cosa cambia”.
¿Es cierto que delinquen por la familia?
Delinquen por tráfico, por plata fácil y rápida porque perfectamente podrían trabajar. Hay algunas personas en la sección que están terminando sus estudios y otras tienen su cuarto medio rendido. Mirarlo así es más que nada por la plata fácil.
¿Son manejables?
Tienen aspiraciones de superación, pero es un trabajo constante. Uno como funcionaria que está todo el día con ellas prácticamente, las va incentivando, conversando, conociendo, viendo sus debilidades y sus fortalezas. Ahí también uno cumple un rol no sólo como “custodio directo” como guardia interna: uno pasa a ser sicólogo, asistente social, mamá, de todo.  Hay una dualidad de funciones.
¿Qué la frustra en su trabajo?
En esta sección, muchas veces uno se frustra porque las cosas no salen como uno quisiera, pero también hay otras situaciones donde uno dice: ¡puchas, hice un buen trabajo!  Esta persona ha cambiado, en cierto modo ha cambiado. Ya no es la misma del principio que era alterada, sin respeto, con otro vocabulario. Uno dice después: ¡chuta!, lo logré, de a poquito, con perseverancia. Cuesta mucho, de repente uno se agota, pero también tiene su lado gratificante y ahí uno dice: no me equivoqué; esto es lo que quería.
¿Por qué eligió esta carrera?
Ningún funcionario puede decir que entró por vocación, que le cuenten lo que es un gendarme a vivirlo es totalmente distinto. Uno ingresa por un tema económico, una oportunidad de trabajo, estabilidad laboral pero con el tiempo uno va queriendo a su institución, va aprendiendo, va conociendo el sistema y recién entonces uno puede decir: soy gendarme porque ésta es mi vocación.

Suave voz de mando

A la mayor Pabla Arias Díaz, jefa (s) de la sección femenina, casada, una hija y con 15 años en Gendarmería, no le cuesta nada imponer disciplina a pesar de sus modales suaves y femeninos. “Hay que saber llevar los roles. Hay que situarse en el momento y en el lugar para pedirle a la gente que haga lo que realmente corresponde. Adentro, igual, hay muchas internas que nos ayudan, apoyan y siempre están atentas para que haya un orden. Varias internas buscan por sí mismas “hacer conductas”, esto es hacer aseo, mantener los sectores limpios, ayudar en lo que se les pida, botar basura o cocinar para la población. Con eso, ellas están buscando un beneficio extra penitenciario; cuando tengan su tiempo cumplido, pueden postular. Cada dos meses se les evalúa la conducta a las condenadas.
¿Quién es más difícil de controlar: el hombre o la mujer?
En términos generales se puede controlar más al hombre. La mujer es más decidida, actúa, no lo piensa dos veces y eso lo viví en el CPF de Santiago. No piensa en que le va a hacer daño o que la va a perjudicar; no, ella actúa. He andado por varias unidades ya y uno sabe cómo son las mujeres.
En el día a día ¿cómo es la convivencia de las internas?
De repente tienen algunas peleas entre ellas, alguna rivalidad o intercambio de palabras. Es comprensible sí porque están encerradas y no siempre todas tienen las mismas costumbres. Hay algunas que son muy limpias y a otras que les cuesta un poquito y ahí comienzan los problemas; son cosas cotidianas que se dan siempre. Sí, a largo plazo va desgastando un poco.
¿Puede compatibilizar bien su trabajo con su familia?
Al principio, soltera y sin hijos, uno se adapta a lo que son las guardias; con el pasar del tiempo y a mayor grado van cambiando las responsabilidades y también los puestos donde uno trabaja: uno pasa a la guardia interna, donde se trabaja de 8 a 18 horas.
Ustedes llaman la atención, a pesar de estar donde están y de los bototos, por su estilo tan femenino, siempre están peinadas y maquilladas…
La presentación personal es parte de la formación que recibimos. En mi caso, en la academia, durante dos años nos teníamos que hacer este moñito; después pasa a ser parte de uno. Todos los días uno tiene que andar así. Con eso, yo les estoy dando ejemplo a las internas. Con eso, yo les exijo a las internas que al momento de la cuenta tienen que salir bien peinadas y aseadas. En las mañanas (a las 8 horas) se hace el desencierro de la población y a la vez se les pasa un número para constatar que ninguna se haya ido; que están las mismas del día anterior. Como hay cambio de guardia, la saliente le entrega a la que viene entrando a su turno la cuenta y las dos quedan conformes porque concuerdan en las mismas cuentas.

En el año del Plebiscito

Hace 25 años El Manzano de Concepción reemplazó al antiguo penal ubicado en Chacabuco 70, donde hoy se emplaza el supermercado Unimarc  y sus muros dieron cabida también a la población penal de Talcahuano y Tomé, penales en precarias condiciones y sin siquiera garita de seguridad.
La cárcel conservó el nombre del fundo, de propiedad del Ejército, y su construcción tardó cuatro años. Fue inaugurado en 1988, en el año del Plebiscito, bajo el concepto de “cárcel modelo” pues habría segregación de reos, mayor estándar de habitabilidad y moderna infraestructura, además de las opciones de reinserción mediante talleres y capacidad para mil internos. Hoy, su población es de  1.517 personas -1.368 varones y 148 mujeres- y 135 gendarmes de  guardia interna o en contacto directo con la población los custodian.
Y si en el mundo complejo e incomprendido de la cárcel en pleno siglo XXI es posible la reinserción en Chile, el mayor Muñoz, jefe operativo (s) de El Manzano, responde: “Sí, es posible. Eso exige un mayor compromiso de todos, no sólo de Gendarmería. La población penal es un segmento con el que nadie quiere trabajar, sin embargo estando aquí, creo que las expectativas son altas. Todos -cual más, cual menos- esperan que no vuelvan al círculo de la delincuencia. Mientras están privados de libertad, nadie quiere trabajar con ellos. La misma sociedad pide que las penas sean más altas; que en los tribunales se elimine esta suerte de puerta giratoria, pero, sin embargo, son muy pocos los esfuerzos de la misma comunidad para evitar que el día de mañana estas personas, cuando cumplan sus condenas, vuelvan a reincidir. Pretendemos que aquel producto que ingresa al establecimiento el día de mañana no salga peor. En la medida que todos aportemos y hagamos un esfuerzo adicional, vamos a contribuir a que ello ocurra.
Mayor, ¿en los internos usted ve a personas o sólo a delincuentes?
A personas; cada interno representa una historia particular. Aquí hay personas que no tuvieron la oportunidad, otros que por un accidente o error están acá; uno no puede generalizar; para mí cada interno representa una persona y un caso en particular. Cada uno tiene su historia de vida detrás y por distintas situaciones uno no puede meterlos a todos en el mismo saco. A lo largo de estos años he conocido distintas historias, distintas formas de cómo llegaron a transformarse en clientes nuestros.

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