Cultivan para curar

/ 23 de Abril de 2015

No cualquiera se atreve a someter a un hijo a los efectos de una droga pesada. Pero ellos no creen que la cannabis lo sea. Es más, la hierba muestra en sus familiares un lado tan amable y esperanzador que decidieron lanzarse a defenderla. El uso en pacientes críticos neurológicos muestra milagros, y en esas lides luchan para que el Gobierno los ayude a investigar, a probar y a medicar a pacientes que, prácticamente, habían perdido la fe.

A las 11 de la noche de un miércoles la estadística es ésta: casi dos horas de conversación, 15 nombres de remedios de todo tipo, tres episodios en que me quebré escuchando la historia de Andrea Bello y su hija Sofía, y un nudo en la garganta. Cualquier padre quiere lo mejor para sus niños, pero no cualquiera hace todo lo que está a su alcance y más por verlo sonreír. O verlo sentarse, o conectarse con el mundo, o sentir que escucha su voz y la reconoce.
Llegué a Andrea con un kilo de consultas sobre la cannabis. Hace un par de meses era poco común escuchar que una madre usara una sustancia ilícita como terapia para una enfermedad perversa como la epilepsia. Pero ahora, las demandas de los padres cultivadores de marihuana suenan en la radio, en la televisión, y se muestran sin vergüenzas y miedos, porque tienen fe en lo que han logrado y alojan la esperanza de compartirlo con todos.
Andrea Bello es alta y delgada, joven. Es peluquera. No quiere decir su edad. Pero lo importante es que a los 33 se embarazó de Sofía. En el departamento donde vive con su madre y la niña no se siente ruido de pequeños. “Sofi” está durmiendo y la silla que usa para desplazarse descansa en un lugar del living esperando el turno de contener a su partner.
Y Andrea flota contando la historia de su nena. Saca pecho cuando la menciona. Se le humedecen los ojos, se felicita y agradece. “Mi hija no podría haber tenido una madre más bacán”, explica reafirmando que su mundo es Sofía y es junto a ella donde su vida es completa.  “Sofi” despierta, llora y la abraza. Lleva tres semanas sin medicamentos, sólo aplicándose el aceite de cannabis. Los cambios han sido rotundos. Duerme como nunca antes lo hizo, se  incorpora y se conecta, se comunica y hasta es capaz de mostrar su gusto por las cámaras y el micrófono del karaoke.
Sofía nació con una malformación cerebral, al parecer por la presencia de un virus en etapa cogestacional del embarazo. Nunca se pudo comprobar el por qué de su estado. La última punción lumbar descartó la presencia de un síndrome, pero no se sabe de dónde provino su daño, que la dejó con el 90 por ciento de su cerebro afectado.
Un citomegalovirus podría haber sido, un Síndrome de Torch, quizás. Pero las condiciones cerebrales de Sofía le restaban posibilidades de vida. A las 27 semanas de gravidez, Andrea supo que la etapa de gestación sería difícil. “Tuve un embarazo súper triste, marcado por el abandono del papá de Sofía y un cáncer de mi papá. Yo no estaba muy contenta con la guagüa. No fue planificada, ni tampoco deseada. Nunca se me pasó por la mente el aborto. Cuando a mi papá le diagnosticaron su enfermedad, entonces todo se enfocó en él.  Lo acompañé tanto a Santiago al médico  que como que me olvidé de mi estado”.
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La mamá de “Sofi”, hoy vocera en Concepción de la agrupación nacional Mamá Cultiva,  señala que a la semana 22, cuando se fue a hacer una ecografía con sus papás, sus sobrinos, y estando todos felices porque iban a conocer a la guagüita, presintió lo peor. “Resulta que sacaron a todos de la sala y me dijeron que me iban a hacer una eco transvaginal. Yo tenía claro que después de las 14 semanas de gestación no era normal ese examen. Le pregunté al médico y me dijo que no me preocupara, pero que la cabecita no había crecido mucho. Ese día salí llorando, porque sentía que había algo mal. Cuando fui a buscar la eco, no me la entregaron… después en mis manos decía ventriculomegalia”.
Andrea explica que “con nueve ecografías a las 20 semanas, los doctores aún no me decían que mi guagüa tenía un problema. Esta vez, el doctor fue sincero. Me explicó que desde la tercera ecografía, la cabeza de Sofía dejó de crecer, por lo tanto había una microcefalia. Yo lloraba al compás del ecógrafo en mi guata, pero no lloraba por Sofía… lloraba porque estaba sola enfrentando un dolor súper grande”.
El virus entró, hizo daño y se fue. La nena nació en el Hospital Regional, entre la incertidumbre médica de cuántas horas iba a vivir.
“Decidí que mi guagüita viviera lo que viviera, iba a ser la más feliz del mundo. Lo dije en mi peluquería… lloraban mis padres, mis colegas, mis clientes. Terminé de llorar y me decidí a continuar la vida no más. Yo nunca pasé por una etapa de duelo, porque creo que desde el momento que supe que venía con problemas yo la amé. Emocionalmente fue muy pesado, no sabíamos si iba a vivir… si la iba a conocer”.
Todo con Sofía para mí fue felicidad, agrega Andrea. “Pero ella sufría, los niños con daño neurológico tienden a que cualquier bichito lo hacen gigante y hasta ahí íbamos bien. Entramos a la Teletón y un kinesiólogo me dijo: ‘Esta niña convulsiona’. Le expliqué que no, que la había llevado a neurólogos, pero que no me habían dicho nada. Sofía fijaba la mirada, pestañeaba distinto, y bueno decidimos investigar. Llegamos a Santiago donde una neuróloga seca que atendía en el Calvo Mackenna. La vio y comenzamos con el primer medicamento que fue el ácido valproico, llegamos con el medicamento y después de 15 días, ‘Sofi’ comenzó con unos espasmos horrorosos. Su primer diagnóstico fue un Síndrome de West. Nos fuimos al San Borja y nos dijeron que quizás serían cinco días de exámenes. A final fueron 42 días. Sofía era un monito de estudio, porque ella mostraba el Síndrome de West clínicamente, pero en el examen no se veía”.
Se empieza a investigar el caso entre neurólogos, infectólogos y estudiantes. Pasaron por decenas de doctores. Tenía cinco meses y la estaban viendo 50 médicos. Así llegaron a suministrarle ácido valproico con el fenobarbital
“Cuando los tratamientos se pusieron extremos, leí sobre los efectos y seguían las crisis. Estaba intoxicada, no dormía. En mi desesperación llegó un médico que me dijo algo que fue horrible. No hay nada más que hacer. Podemos sacar medicamentos, aumentar otros, pero tu hija es refractaria y, por primera vez, supe lo que era una epilepsia refractaria”, sentencia Andrea.
Se fue  a la clínica Las Condes, no tenía plata, pero la doctora la aterrorizó: “Esto es del terror… es un incendio que hay que apagar”. Listado de exámenes, de vida o muerte, y ella “sin ni uno”. Cuando le entregaron el presupuesto, su cuenta ascendía a $2.6 millones .
“Llegué a Concepción destrozada y sin diagnóstico y con un medicamento llamado Sabril. Está prohibido en muchos países por sus daños colaterales y es uno de los medicamentos más recetados en Chile. Cada vez que le daba ese medicamento a mi hija, lloraba. Sabía que la estaba matando. Cada pastilla me costaba casi 2 mil pesos y eran tres al día. Le estaba haciendo mierda el páncreas, la guata y la vista. En mi desesperación me empezaron a dar crisis de pánico”.
Y ahí surgió la luz. Andrea cuenta que un día estaba viendo la televisión y apareció Ana María Gazmuri. Habían autorizado traer un medicamento a base de cannabis para un paciente. “Le envié un twitter y me respondió Paulina Bobadilla. Yo no sabía quién era ella, y Ana María me llamó y me dijo que fuera a Santiago. Yo estaba en la ruina. Me habían entrado a robar a la peluquería, me habían dejado en pelotas. No tenía idea que aquí en Chile se estaba experimentando con cannabis, y para no perder la cita, una amiga mía fue con su hijo también refractario. Me llamó y me dijo, que había asistido a una clase magistral  y que iba a empezar a ocupar aceite de cannabis con su hijo. Su niño pasaba hasta cuatro días sin dormir antes del tratamiento. La primera semana el niño lograba dormir varias horas seguidas. Era un milagro. Entonces me decidí. Partí con leche de cannabis, y Sofía durmió 12 horas. Tomaba leche tres veces al día y después me enseñaron a hacer el aceite que se aplica en forma sublingual y que se prepara con los cogollos de la planta”. Sofía ha experimentado un avance enorme en los últimos meses.
“El 27 de noviembre gateó por primera vez, el 15 de enero me abrazó, es impresionante eso de poder sentirla conectada, es como un hito en su vida y jamás podré olvidar cuándo fue y cómo me sentí”.
 

“No hay evidencias”

La naturaleza inquieta de Andrea forjó su desempeño como vocera. “Llegué a la vocería porque he buscado la mejor calidad de vida para mi hija y eso se ha traducido en cosas técnicas. Su silla de ruedas es bacán y la fui a buscar a Argentina. Vendí mi auto para comprársela. Me mostraron un andador allá en Buenos Aires. En mayo vendí mi departamento y fui por el andador. También le traje un arnés para caminar de Irlanda, salimos en los canales de TV, en los diarios”.
Cuenta que la gente se le acercaba para preguntar cuando comenzó con la cannabis. “Yo tenía dos opciones. Hacer lo que la mayoría decide, que es hacer el taller, cultivar solitos y callados en casa, o difundir. Si a la ‘Sofi’ le ha hecho tan bien y hay tantos papás que sufren, que no pueden dormir ni ven resultados con los medicamentos, cómo no compartirlo. Con un niño discapacitado sufre toda la familia esa discapacidad. Nosotros somos una familia con epilepsia y  ahora somos una familia cannábica”.
En la Región del Biobío son 50 las familias que se agrupan en Mamá Cultiva, pero hay más de 30 agrupaciones en Chile que están abogando porque la ley proteja el uso medicinal de la cannabis. “Siento que debo llevar alivio a esas familias. Cada vez empezaron a acercarse más cuando veían los avances de Sofía. Ella no se paraba, y se paró, ella no pescaba y ahora se conecta, coordina, se pasa las cosas de una mano a otra, reconoce a sus terapeutas, cosas que no hacía. Sin querer me empecé a involucrar en el tema y a empatizar con quienes luchan por sus hijos y por la causa. Partí fuerte en redes sociales y surgieron puertas. Hicimos la campaña Ponte en mis zapatos, hemos hecho marchas, golpeado puertas en los municipios. La gente me reconoce por Mamá Cultiva y no como Andrea Bello”, sentenció.
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Entre las causas que están peleando en Mamá Cultiva es que el Gobierno baje de la lista 1 a la cannabis, es decir, que la saque del listado de las drogas duras. Creen que si el Ejecutivo da ese paso va a haber muchos más médicos dispuestos a trabajar con ellos, universidades que van a querer hacer estudios. Porque hasta ahora los médicos son esquivos. Le mandan gente, pero no ponen sus nombres como referencia. De hecho, la sociedad médica es muy reacia todavía a hablar del tema.
Consultados tres médicos de Concepción, ninguno quiso aparecer en este reportaje. Dos de ellos manifestaron que es bueno “probar” cuando no hay muchas más opciones, pero recalcan que “no hay evidencias”.
Eso es lo que le disgusta a Ana María Gazmuri, conocida actriz de cine y de televisión, y hoy presidenta de la Fundación Daya. “Que los médicos en Chile sostengan que no hay evidencia nos parece impresentable y poco serio. Afortunadamente los facultativos están acercándose poco a poco, ya contamos con algunos trabajando voluntariamente en la fundación, porque ha habido este cambio, a pesar de que las altas jerarquías médicas siguen teniendo una postura contraria. Poco a poco algunos se han ido descolgando de esa posición”, señala.
 

“Que les caiga del cielo”

Todas las patologías, pero especialmente la epilepsia refractaria, están en el foco de la Fundación Daya. Ana María dice que ha sido un camino lento, porque cuando partieron tuvieron mucho cuidado con los padres de los niños que recibían estos tratamientos, porque la sociedad aún no estaba preparada para recibir el tema. Tampoco la autoridad podía entenderlo. Hubo que hacer un trabajo importante para instalar el tema y sensibilizar antes de que una mamá saliera dando sus testimonios. Antes corrían el riesgo de ser incomprendidos y transmitir eso a los niños.
“Fuimos cuidadosos y cuando ya teníamos harta experiencia acumulada y  habíamos conversado con el SENDA, con la intendencia, en el Ministerio de Justicia, con autoridades de salud, cuando ya habíamos instalado esta realidad, recién ahí lo sacamos a la luz”, acota la presidenta de Daya. “Me parece que hemos logrado instalar el tema y hemos logrado proveer a la  ciudadanía de la información necesaria. Es parte de la misión que nos propusimos como fundación, y sentimos que lo hemos hecho con éxito. Imagínate que nosotros partimos con el primer paciente de epilepsia refractaria hace dos años y medio… y ahí partió todo. Hay 30 agrupaciones con las que estamos  conectados y, particularmente, con las que agrupan a pacientes con epilepsia refractaria. Nosotros hemos participado en varios encuentros y es uno de los temas en los que más nos concentramos, porque tenemos clara la  evidencia empírica o experiencial de cómo mejora la calidad de vida de los niñitos y, por lo tanto, de sus familias. No hay que olvidar que ésta es una patología que no está cubierta por el Auge, que no está cubierta por el GES, y los medicamentos que se utilizan, finalmente, no cumplen o no logran controlar las crisis ni mejorar la vida de estos niños, y generan potentísimos efectos secundarios”.
Ana María Gazmuri recalca que la experiencia de ver cómo estos niños mejoran, ver la esperanza que se genera en las familias y acortar el dolor de los pacientes es la satisfacción máxima de la fundación. “Nosotros abogamos por la creación de una sociedad más empática, más generosa, en la que debemos pensar que lo que le pasa al otro te debe incumbir. El cuidado no sólo debe ser propio, sino hacia quienes nos rodean. Desde esa mirada, del compromiso de aliviar el sufrimiento del otro surge Fundación Daya. Ésa es su razón de ser y por eso somos una fundación”, destacó.
El llamado es entonces a la autoridad. Si bien el consumo a puertas cerradas no es penado, sí lo es la comercialización de la planta y el cultivo. Basta con poner la semilla en el sustrato para que sea una acción imputable. En términos simples, si alguien quiere utilizar la cannabis tiene que esperar que la hierba les “caiga del cielo”.
“Es el típico quiebre entre lo que impulsa y lleva adelante la ciudadanía que tiene las necesidades, la que tiene la experiencia real, y la reacción de la autoridad y lo que dice la ciencia. Cada vez son más los médicos que están mostrando una apertura. Esto era impensado hace un año, pero hemos hecho un trabajo arduo, y hoy esto ha cambiado. Hemos logrado transformar esta visión y ahora el desafío es que los médicos no sólo estén de acuerdo, sino  que se pongan a investigar y que profundicen, que hagan ese trabajo y que estén alineados con lo que es la tendencia mundial en usos terapéuticos”.
Víctor Manuel Castro sabe de recetas. De las médicas y de la cocina. Es chef y papá de  un “sol”, como llama a su hijito de algo más de dos años. Su pequeño presentó una convulsión al mes 20 días de nacido. Se trataba de una convulsión tónico-clónica de las más peligrosas, con la cual el niño dejaba de respirar. “Lo llevamos al hospital, le hicimos algunos estudios metabólicos. Le practicamos exámenes de distinto tipo y nada. Lo dejaron con algunos remedios y a las dos semanas volvió a convulsionar y de ahí no paró más. Quedó hospitalizado mucho tiempo, muchos meses, lo sometieron a tantos estudios, lo revisaron 40 neurólogos en el San Borja Arriarán, que es el hospital neurológico de niños. Estaban todos cachudos con lo que tenía, porque seguía convulsionando con una cantidad de fármacos importante y no había solución. Mi hijo en cualquier momento se moría”.
Víctor recuerda que fueron muchas las crisis, estuvo en UTI, en UCI, todo entubado, muy mal, y les dijeron crudamente, ya de vuelta en el Hospital Las Higueras, que tenían que acostumbrarse a vivir así, que en algún minuto en medio de las crisis, el pequeño se iba a morir.
La otra alternativa era que nos fuéramos a hacer un estudio a la Clínica Las Condes, donde tienen un centro de epilepsia realmente avanzado. Sin pensarlo dos veces, siendo Fonasa, lo llevaron. Sólo un examen para saber el origen de su complicación costaba 5 millones de pesos. “Nos dijeron que era operable lo que él tenía, y que la operación costaba unos 16 millones de pesos. Lo hicimos. La primera vez sangró mucho durante la operación y fue muy difícil intervenirlo. Independiente que los médicos tomaron los resguardos para que él no sangrara, el niño no paraba de hacer hemorragia”. Supuestamente al concluir la operación le habían sacado el hemisferio izquierdo del cerebro, para controlar su displasia cortical tipo uno A. Después de dos días de operación él se puso a convulsionar como nunca. Le indujeron un coma y se dieron cuenta que la operación había salido mal. Había que volver a operar.
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La operación de salvataje culminó. Sacaron el callo que une los dos hemisferios, pero no pudieron extirpar el resto del hemisferio izquierdo que le quedaba. Dejó de convulsionar por un tiempo, pero después volvió.  Increíblemente sus convulsiones eran peores que las primeras que tenía y nadie se explicaba por qué. “Si no tienes un lado del cerebro es imposible que tengas una crisis generalizada en tu cuerpo. El caso se lo llevaron a Alemania, a un congreso internacional de epilepsias difíciles, con las eminencias mundiales de la medicina neurológica. Ellos decidieron que había que operar, pero las probabilidades de que quedara bien no eran muy alentadoras. Estábamos, además, endeudados hasta las masas, teníamos una cuenta de más de 50 millones de pesos a la rastra y dijimos no”, recuerda el papá.
Entonces ahí se produjo la posibilidad de intentar con la cannabis.  Dice que vieron los  videos de Charlotte  (https://www.youtube.com/watch?v=EkvLYuSkSI8), la niña norteamericana que curó sus convulsiones con aceite de cannabis, y supo de otros padres que estaban con este tratamiento con resultados muy alentadores. Junto a la mamá de su hijo no le dieron más vuelta. “Si tú te das cuenta yo hice lo humanamente posible para ayudar a mi hijo. Yo no escatimé en plata, en tiempo, en esfuerzos personales… en nada.  Partimos con la cannabis y, muy por el contrario de lo que cuentan otras familias, mi hijo tuvo más convulsiones y aumentaron las crisis. Nos vinieron las dudas y con toda esa incertidumbre pensamos en dejar de darle el aceite. Pero persistimos y después de 15 días ya empezaron a verse resultados. En un momento sus crisis cesaron por un mes, cuando él tenía más de 15 crisis al día y muy complicadas, que le podían llegar a durar 30 minutos. Eso nos obligaba a hospitalizarlo y, para ser franco, aquí en Chile no saben tratar a los niños en los hospitales… Lo que ellos necesitan después de una crisis es tranquilidad y no les entregan tranquilidad, los entuban, los pinchan…”.
Cuenta que en el transcurso de su tratamiento han ido aprendiendo que algunas cepas de cannabis le hacen mejor que otras, y que algunas le han hecho maravillosamente. ”La conexión que ha logrado, la actividad que hoy tiene es realmente increíble. Si bien no camina, ni siquiera se sienta, está avanzando a pasos agigantados, tiene dos años cuatro meses. La cara de felicidad que tiene ahora es impresionante, se ríe, me dice papá, me tira besos, me hace chócale. Es un sol”.
Víctor cuenta que con él probaron más de 30 fármacos distintos y que ninguno dio resultados. “Cuál de todos éstos con efectos secundarios más aberrantes: dejan ciego, dañan el hígado, algunos psicotrópicos te dejan tan drogado que ni siquiera puedes afirmar la cabeza. Para qué hablar de las benzodiacepinas, que son drogas terribles”.
Por eso tanta impaciencia y voluntad de que se decida investigar. Hay cientos de casos como éstos que pueden abrir la puerta a una mejor calidad de vida de los niños y de sus padres. Ellos quieren ver los “brotes verdes” de una gestión política que incidirá radicalmente en su salud física y mental. Cultivan plantas en forma clandestina aún, pero con la convicción de que los frutos van a ratificar con creces el coraje con que trabajan hoy.
 

O’Higgins 680, 4° piso, Oficina 401, Concepción, Región del Biobío, Chile.
Teléfono: (41) 2861577.

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