De la imprevisión y gran estafa

/ 15 de Febrero de 2011

Finalizaba febrero de 2010 cuando a las 3.34 horas de la madrugada de ese 27, chilenas y chilenos, aún entre sones del Festival de Viña del Mar, vivimos aquella experiencia límite. Brutal ruido subterráneo, movimientos en más de una dirección de nuestra tierra y suelo que hacían imposible sostenerse en pie, alacenas, cristalerías, vajillas cayendo y quebrándose. Suceso en pleno período estival que encontró a las familias en muy diversos lugares y a tantos jóvenes en medio del carrete veraniego. Chile en las regiones afectadas ciego, sordo y mudo. Al momento del terremoto quienes habitaban edificios de altura y bordes costeros multiplicaban el temor generalizado. La oscuridad de la madrugada-noche agregaba más dificultades al tenebroso momento. Resulta vergonzoso recordar hoy abusos y saqueos incluidos.
Comenzábamos a darnos cuenta, y otros a confirmar, que nuestro largo y angosto país constituía un monumento a la imprevisión, así como también la inmensa mayoría de nuestra población. Así, muchos exclamaron en aquel eterno primer minuto: “¿Dónde están mis zapatillas?” para luego agregar “¿Tenemos velas?” “Enciende la radio a pilas”, “¡Puchas, no tenemos pilas ni velas!”.
A quienes hemos vivido terremotos anteriores, como el de 1960 en su epicentro (9.5 grados Richter), nos pareció y continúa pareciendo una gran estafa cuando se nos señaló que el terremoto- tsunami había tenido una intensidad de tan sólo 8.8 grados Richter en su epicentro ¡Aquello no lo tragamos ni amenazados! Pronto la sabia voz de la calle dibujaría la estela de otros intereses para fundamentar la dudosísima explicación de los inexplicables y menesterosos 8.8 grados. Chile, país de poetas, hacía recordar aquella lograda estrofa del “Nadie dijo nada”  y todavía nadie dice nada ¡Increíble! Un verdadero atentado a la lógica de lo razonable que nos resulta imposible de aceptar.
Desastre, señora. Desastre, señor. Es lo que hemos vivido hace un año. Sin exageración alguna: un cataclismo, inicialmente de tierra y mar; luego, social y económico.
Un cuarto de siglo largo antes del mentado 8.8 tuve el privilegio de realizar estudios de postgrado sobre “Desastres”, a cargo de uno de los dos especialistas más destacados del mundo, Prof. Dr. Frederick Ahearn Jr., a la sazón catedrático del Boston College  y luego Dean o Decano de la Universidad Católica de Washington. Con toda aquella anticipación nos repetía que el coste de la imprevisión en estas materias podía llegar a ser ilimitado. Quizá pensando en la sentencia del sabio Ariosto cuando promediando lo mejor de la época griega escribió que el valor de una sola vida humana era ilimitado.

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