El cinéfilo pasado penquista

/ 30 de Junio de 2021

Andrés Medina Aravena. Profesor UCSC.

A raíz de una visita a las oficinas de una empresa de telecomunicaciones, para reclamar por la abusiva interrupción de espacios de publicidad en series y películas, vino a mi mente el recuerdo de los filmes que disfruté en mi juventud, los cines donde eran exhibidos y cómo esa sana entretención marcó a mi generación.

En ese entonces, plena década de los ‘60, las salas ofrecían un producto de entretención privilegiado, que permitía acercarse a otras realidades y viajar a lugares donde en aquellos tiempos era poco probable llegar, y el impacto de algunos filmes era tan potente que marcaron épocas.

En Concepción los cines se concentraban en torno a calle Barros Arana, y recuerdo que partiendo desde la Estación el primero que encontrábamos era el Regina, que estaba ubicado en una galería y que contaba con excelentes acomodaciones para gran cantidad de espectadores. Luego, ya cerca de la plaza de la Independencia, y también en una galería, estaba el cine Cervantes, quizás la sala más pequeña en ese entonces y dedicada a funciones rotativas.

Frente a la plaza, en la galería Ramos, se situaba en un subterráneo el cine Alcázar (luego llamado Plaza), que exhibía exclusivamente películas mexicanas, lo que confirmaba la gran ligazón de nuestra cultura popular con ese país, y la cantidad de seguidores que tenían en Chile figuras como Tin Tán, Cantinflas, Pedro Infante o Jorge Negrete.

Seguíamos avanzando, y entre Anibal Pinto y Colo Colo encontrábamos el gran edificio que albergó al cine Ducal, sala que ofrecía funciones de matiné, selecta y noche al igual que su vecino, el cine Romano, construido a fines de los ‘60, y que con 3 niveles y más de 400 butacas era de los más modernos.

Finalmente, entre Tucapel y Orompello se ubicaba el cine Lux, que contaba con una sala reducida y funcionamiento rotativo, y entre las calles Paicaví y Janequeo, el cine Astor, de imponente fachada y amplio acceso.

Fuera del eje Barros Arana quedaban: en calle Rengo, el cine Rex; en San Martín con Caupolicán, el Windsor, y en calle O’Higgins, frente a la plaza, el Teatro Concepción, de elegante y moderna construcción. Este último, de propiedad de la Universidad de Concepción, se convirtió en centro de la actividad artística de la provincia y escenario de famosos intérpretes de diferentes géneros musicales, además de un atractivo panorama para los estudiantes de la UdeC, que gozábamos allí de un inmejorable descuento.

El ingreso a las funciones de estos cines se encontraba normado por el Consejo de Calificación Cinematográfica, que otorgaba autorizaciones: para mayores y menores, para mayores de 14 años, para mayores de 15, para mayores de 18 y, finalmente, para mayores de 21. Era esta categoría la que a nosotros, estudiantes bajo esa edad, nos parecía la más atractiva, por lo que solíamos usar cualquier triquiñuela para engañar al boletero y entrar.

En esos años, la oferta de películas era amplia, y creo haber visitado -para funciones rotativas o con horario definido- la gran mayoría de las salas penquistas, tal como casi toda mi generación pues, antes de la llegada de la televisión a la provincia, el cine era por lejos la mejor entretención que teníamos.

En mi caso, el estímulo para apreciar los films se inició con los que exhibía el teatro de Tomé, el único de la ciudad, y con los comentarios de mis padres, que decían que la película Lo que el viento se llevó era la más importante que habían visto. De hecho, 20 años después seguían recordando con cariño la trama y a sus personajes.

En Tomé, mi ciudad natal, el Teatro era un edificio de concreto ubicado en pleno centro. Contaba con 3 tipos de aposentaduría, con entradas de diferente valor, lo que de alguna manera replicaba la estratificación de nuestra sociedad. En el primer nivel estaba la platea, que desembocaba hacia un foso que (supongo, porque nunca lo vi ocuparse) era para un reggiseur u orquesta. En el segundo nivel, el balcón y, finalmente, en el nivel superior, la localidad más económica, la galería, que no tenía butacas, sino gradería continua de madera.

En mi memoria, las funciones están asociadas a días de otoño y de invierno, y a interrupciones generadas por los cortes de luz por temporales o lo antiguo de algunas películas, que daban paso a una oscuridad total, amenizada con silbatinas, gritos recordando a la familia del operador y al lanzamiento desde las alturas de objetos de la más variada naturaleza. Completa mi recuerdo la venta, a la entrada o salida de las funciones, de “cachitos” de avellanas o bolsitas de piñones.

Qué de recuerdos reflotaron de esos años, trayendo consigo la nostalgia por estos espacios que tanto significaron para nuestra generación, y que eran panorama obligado antes de la llegada de la televisión, las multisalas, el Internet y otras fuentes de entretención. Hoy, esas antiguas salas de cine, tan valoradas por la comunidad hasta los ‘80, yacen como espacios olvidados de una ciudad que ya no recuerda su pasado cinéfilo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de Revista NOS.

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