Emprendedores 24/7

/ 23 de Enero de 2012

No son crack de fútbol, ni prodigios de la música ni estrellas de la farándula. Pero tienen una historia similar a los astros que salen de sectores humildes y se hacen famosos. Sus marcas son sinónimo de esfuerzo, astucia y de ganarle a la vida. Para aplaudirlos y para aprender.


Lo llevan en la sangre. Sin tener grandes títulos ni contactos hay ciertas personas que entienden todo el cuadro de un negocio y les va bien. Tropiezan, se derrumban, pero vuelven a armarse y les vuelve a ir bien. Se transformaron en clásicos locales y se han ganado el respeto de grandes marcas y proveedores. El secreto es sólo trabajar mucho por una idea, por un concepto y no echarse a morir. Eso tienen en común estos personajes. Son el alma de El Pincoyano, Kamadi y Manhattan.
Sergio Espinoza habla y tiene ese qué se yo. Ése acento que es inconfundiblemente santiaguino y de un sector populoso, de La Pincoya. Y lo dice con orgullo, defiende su origen aunque por pinta parece sacado de una revista.
Estilosa camisa, los jeans perfectos y el buen reloj. Su teléfono no para de repicar y se nota incómodo dejando un rato de lado su pega. Es El Pincoyano, conocido comerciante con una historia de éxitos y fracasos que se resume así: un negocio pujante, reconocido y a prueba de cualquier adversidad.
“Yo fui comerciante desde chico, siempre fui ambicioso. A los siete años vendía figuritas en la calle, acompañando a mi padre que era empleado en una lavandería. Nuestros orígenes son demasiado humildes, porque si lo piensas, La Pincoya partió como una toma… viví en una carpa, sin agua, sin luz, sin alcantarillado. Toda esa pobreza que vi me transformó en un hueón resentío, pero todo ese resentimiento yo lo volqué en algo positivo”, explica, puntualizando que por alguna razón siempre tuvo clarita la película que sólo estudiando tendría la oportunidad de conseguir un camino diferente a la marginalidad.
“Es que yo veía cómo mis papás se sacaban la cresta trabajando para ganar una miseria. Crecí esperando el chocolatito que vendían en las micros, que mi mamá costurera traía los viernes como premio a nuestra casa. Por eso tenía metido lo del trabajo, porque quería ser alguien y salir de ahí. Siempre estudié y trabajé vendiendo de todo… Para mí son recuerdos bien potentes, que me marcaron. Con 12 años yo caí detenido por vender en los buses: pese a eso nunca me vinculé con la delincuencia, aunque yo trabajaba en lugares donde veía todos los días delincuencia y prostitución. Pero mis valores siempre fueron fuertes y a pesar de la pobreza siempre los tuve claritos”, comenta El Pincoyano.
Trabajar, vender, salir de casa era prácticamente un premio, porque su papá lo obligaba a tener buenas calificaciones en el colegio para poder acceder a una labor. Y así fue como a los 14 años comenzó a viajar por todo Chile a vender puerta a puerta. “Conozco todo el país. De Arica a Punta Arenas: golpeé puertas y gané lucas, muchas lucas y empecé a cambiar mi historia. A Punta Arenas me iba en avión, ponte tú. Y llevaba mis productos estrella: parche curita o cepillos de dientes”, cuenta.
No eran productos como para hacerse millonario, pero ahí estaba el secreto y actitud que ha mantenido su éxito en los negocios. “Ese mismo parche curita que te venden en la esquina a 100 pesos, yo le sacaba mil. ¿Cómo? Yo no te vendía sólo un parche curita, yo vendía una historia”, agrega con suspicacia.
Y así fue contando su vida en los umbrales de casas en las ciudades importantes: Que era estudiante, que tenía problemas económicos, que ayudaba a su familia… Todo cierto y todo muy enganchador. Estudiaba de lunes a miércoles y los jueves partía a su periplo comercial. Así logró sacar una carrera técnica y comprarle una casa a su familia antes de cumplir los 20 años. Fue el sostén de la familia gracias a su técnica de venta, que reconoce aprendió aquí en Concepción, un día de vacaciones mientras visitaba a sus tíos.
Después de titularse fue a buscar trabajo en lo suyo. “Pero pagaban una cagá. Siempre he sido un hueón resentido y ambicioso (en el buen sentido de la palabra) y siempre he querido más. Así que por eso dije: no estoy para trabajarle a hueones y así es como me vine para Concepción. Era el año 84”, recuerda.
Se vino, porque varios de los 16 hermanos de su padre eran penquistas. Ya en los veranos había trabajado en la Vega Monumental así que ahí comenzó otra vez con papas, sandías y melones, pero a lo agrandado, siendo proveedor de los puestos, ya que se dedicó a buscar los productos en los campos y llevárselos a los comerciantes. Todo el mundo lo conocía como El Pincoyano.
En el 88, ya conocía a su esposa, Silvia González. Ese año tuvo una crisis grande y “quedó pato”, por lo que decidió comenzar con un pequeño negocio dentro de la Vega Monumental. Así se inició la historia de El Pincoyano con un puesto de abarrotes que se llamó tal cual, frente al patio de camiones, atendido por su mujer. A los seis meses compró el negocio del lado y, en menos de un año, el del siguiente costado. “Cuando vi que el negocio era bonito, entonces visualicé cuál iba a ser mi apuesta para el futuro. El 93 salgo a la calle, yo a negociar con los proveedores sin esperar que ellos vengan a verme al local y logro mis objetivos. El Pincoyano, ya estaba para cosas mayores”, sentencia.
Ya como distribuidor, pone otro local, suma tecnología, más personal y un nuevo concepto de atención. “Creían que estaba loco. Cómo un torrante como yo iba a poder manejar todo eso. Y se los demostré”, asegura.
Es que para la Vega era una cosa inédita que alguien aplicara en forma intuitiva conceptos de comercialización. El mismo que usó con los parche curita. Se encalilló, pero siguió creciendo y aventurándose, con más proyectos. En el 2003 se embarca en el galpón de Parque Industrial Michaihue, más de 400 personas asistieron a la inauguración de su local y mientras daba su discurso en la ceremonia sintió que sus proveedores y sus clientes lo miraron con nuevos ojos. Y así la rompió en su local hasta 2009.
“Todo bien hasta el 2010, que quedó la cagá. El terremoto fue terrible. Perdí todo lo que había construido trabajando todos los días las 24 horas y a un costo familiar tremendo. El terremoto me pilló trabajando. Fui ingenuo, a pesar de ser un hueón astuto, de la calle, nunca pensé que me iban a saquear. Y ocurrió. Dos días después la misma gente del sector me dejó en pelota, se llevaron y destruyeron todo. Mi empresa se derrumbó. Tengo el video, tengo las fotos. De mi negocio quedó la cáscara. Los camiones no se los llevaron, pero los hicieron mier… Desde mi Murano, hasta mi pañuelo”, acota.
El Pincoyano quedó mal, mal. Pero pensó que si lo había hecho una vez, porqué no iba a poder hacerlo una vez más. Juntó a su gente. Habló a los proveedores y ya. Todavía está endeudado, pero está trabajando para salir de ahí. Es todo cuestión de actitud. “Yo quizás vendo al mismo precio que otros, pero te atiendo diferente, te llevo las cosas al local y te doy crédito de confianza. Respaldo a mis clientes. Eso es lo que hago y eso es lo que busco. Por eso agradezco que Dios me dé la capacidad de caer y levantarme una y otra vez. Me saco la cresta y mi gente se saca la cresta conmigo. Eso es lo que importa y por lo que vale la pena trabajar”.

El hombre del bar


Una historia similar es la de Alex Neira. Un niño de estrato humilde, con el comercio en las venas, afuerino mucho más extremo (de Punta Arenas), pero que le dio el palo al gato siendo el centro de la noche de los penquistas. ¿Le suena Kamadi? El que esté libre de carrete que tire la primera botella.
Alex se sienta en los sillones negros de su local de Los Carrera. Es risueño hasta para contar que ese mismo mueble en el que está acomodado, lo encontró dos cuadras más abajo después del terremoto. Las vio color castaño oscuro con los saqueos y reconoce que en ese momento se sintió tan rendido que pensó en bajar la cortina y volver a su ciudad natal. Pero no. Siguió para mantener la historia de su negocio que revisamos ahora.
El porqué del nombre Kamadi la conocen varios. Es la mezcla de los nombres de sus hijos Katherine, Marcos y Diego. “El de mi niñita, primero”, dice emocionado. Lo que pocos saben es que la pequeña falleció poco antes de cumplir dos años, aquejada de un mal congénito cardíaco. Un golpe tan duro que puso a prueba a la familia y el negocio que poco a poco habían construido con esfuerzo, astucia y principalmente trabajo duro.
“Estuve primero en una constructora. Y no resultó. Quebré. Me di cuenta cuánto valía mi matrimonio, porque mi mujer fácilmente podría haberme dado la patá en el traste, pero siempre estuvo conmigo. Ella se hizo cargo de la crisis y así fue como comenzamos con un pequeño local en la calle Ongolmo. No en la misma ubicación del actual Kamadi, sino al frente, donde ahora hay un edificio”, explica Alex, quien también se inició con las frutas y verduras y los abarrotes.
Se cambió luego al frente y luego de ocho meses de excelentes resultados económicos en su local abrió un Multimarket prácticamente al lado. “Quebré otra vez. Debía todo. Trancé con los proveedores y me hice un plan para pagar. Todos los viernes pagaba y daba risa, porque algunos viernes entraban más cobradores que clientes a mi local”, explica agregando un dato dramático: “Yo valía más muerto que vivo, por los seguros y sí, lo pensé. Si me pasaba algo, mi familia podría haber vivido tranquila. Entonces ahí uno entiende por qué la gente hace tonteras, desesperada y agobiada por las deudas”.
Luego abrió el local de Ainavillo y ahí se masificaron las promociones. El Kamadi pasó a ser el señor de la noche en poco tiempo gracias a ellas: “Fue simple. Un análisis de lo que más salía. En ese tiempo era el pisco y la bebida cola. Eso más un hielo. Y así se fueron haciendo famosas. Tenía muchísimas, sin embargo, hoy se han perdido, porque poco a poco hemos ido dando un giro al público de nuestros Kamadi. Aunque parezca loco que yo lo diga, no queremos gente joven tomando y exponiéndose a accidentes. Por eso nos hemos volcado a licores más exclusivos, caros y para paladares y bolsillos exigentes. Si me preguntas. Ni yo estoy para tomarme uno de ésos”, enfatiza Neira.
Todo iba bien hasta los saqueos del terremoto. “Sabía que iba a venir un sismo, pero no los saqueos”. Igual que El Pincoyano, volvió a perder su trabajo de 30 años. Se robaron 900 millones de pesos (en sus locales de Concepción y San Pedro). Una vez más quedó prácticamente en el suelo, pero gracias al esfuerzo y a la gente que lo acompaña se está poniendo de pie. La idea es que el carrete local tenga siempre donde regarse. “Creo que esa es la clave. Mis trabajadores son un siete. Nada que decir, aperrados totales. Si me preguntan cuál ha sido la motivación para mantenerme, yo respondo: mi familia. Que es mi señora y mis hijos, pero también las personas que trabajan conmigo”.
Alex Neira cierra diciendo que no tiene vicios, que son pocas las cosas que le gustan y, de todas, es fanático de los autos. Tiene un dolor, una pena que jamás se podrá sacar. La plata va y viene, dice, y lo único que no tiene solución es la muerte. Aun así sabe que tiene un angelito en el cielo, que inspira sus días y que le da sus bendiciones en su trabajo por las noches.

¿Y si chorrea?


El slogan dice que “si no chorrea no es Manhattan”. Ricardo Denevi, el emblemático dueño de esta “picá” gastronómica, instalada en las afueras de la Vega Monumental, dice con orgullo que le han hecho más de 45 entrevistas (las que tiene bien guardadas por si lo quieren cotejar), que por su local ha pasado gente de todos los continentes y que más encima lo han premiado por hacer lo que más le gusta.
Duerme cinco horas diarias y diurnas, porque por las noches está prendido para atender a los bajoneados penquistas que llegan buscando reponerse de los rigores del entretenimiento. Allí entre panes con mechada, palta, queso, tomate y mayo, los comensales ven cómo los manjares de Denevi se calientan al ritmo de un microondas a parafina.
“Llevo 30 años en este local y no hay nada que me haga cambiarlo. Soy una marca conocida en todo Chile y eso me ha valido el reconocimiento de la gente y también de algunas instituciones”, explica el tío del Manhattan, como le dicen sus jóvenes clientes.
Sin embargo, hace pocos días se inauguró un segundo Manhattan en San Pedro de la Paz, que tendrá como objetivo el reparto a domicilio dentro de la comuna. “Es de mi hijo, eso sí”, clarifica Ricardo, pues para su gusto la clave de su éxito ha sido mantenerse pequeño, en un lugar tradicional, de perfil bajo, pero potente.
¿Y por qué Manhattan? Por eso mismo. Porque cuando tú escuchas el nombre te da la impresión de que fuera un tremendo local, de otro nivel. Pero llegas a un lugar que es todo lo contrario. Es chico, pero donde se nota el corazón grande del emprendimiento y la calidad de los sándwiches son a toda prueba, según recalca el dueño y sus clientes. Son sólo tres tipos: El Tradicional, el A Morir y el Recuperador Carrete.
Denevi ha dado charlas en universidades, ha estado en la televisión y lo visitan frecuentemente personajes de la farándula. Si de verdad es famoso entonces queda inmortalizado en una de las fotos que adorna los muros de su local.
“Cómo olvidar a Felipe Camiroaga, a Carla Ochoa, a Los Búnkers y a tantos otros que han apagado el hambre después de una noche de acción”, dice Denevi. Él también a su modo se siente una celebridad. Y cómo no, si tal como dice el grito de todo noctámbulo penquista que se precie la cosa va así: Carrete, Copete y Manhattan. Un clásico.

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