En busca de los sabores perdidos

/ 25 de Abril de 2014

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María Angélica Blanco, Periodista y escritora.

El 23 de abril se celebra el Día del Libro para conmemorar la fecha de fallecimiento de tres genios de la literatura universal: Shakespeare, Cervantes y Garcilaso de la Vega. Lo comenté con mi entrañable amigo Eduardo Meissner hace unas semanas. Coincidimos en que de una u otra manera, fuimos cautivados e influidos por estos escritores. Para quienes amamos la literatura clásica resulta difícil desprenderse de la huella indeleble de las tragedias “shakespereanas” que abordan los grandes conflictos del ser humano o del magnetismo que fluye de las páginas cervantinas con las andanzas de Don Quijote de la Mancha. Y qué decir de los románticos, que sucumbimos ante los sonetos de amor de Garcilaso de la Vega.
A pesar de que dichos autores dejaron gran impronta en Eduardo Meissner, pintor, grabador, músico, escritor, académico y hombre de múltiples talentos, el gran referente de su juventud es Marcel Proust, con su saga En busca del tiempo perdido.
Mi última cita a la hora del té en casa de los Meissner-Prim fue ideal para conversar de libros y para ahondar en nuestras propias remembranzas proustianas.  Todos quisiéramos retornar a los lugares y a la atmósfera de nuestra juventud y revivir días que hoy añoramos con infinita nostalgia. Proust lo hizo posible al atrapar magistralmente el recuerdo perdido y la sensación presente, a través de la memoria involuntaria que surge espontáneamente a partir del olfato y del gusto.
Es un ícono literario el momento en el que Swann, al mojar una “madeleine” en su taza de té se traslada a los aromas y sabores de la casona de su infancia en el pueblito de Combray.
Esa tarde, mientras sorbía mi té, le pedí a Eduardo que escogiera un sabor que lo trasladara al pasado. Sin titubear, contestó: “La torta Pompadour que preparaba mi madre. Era una orgía de dulzura, un ballet crujiente que se fundía en mi boca”.
En nuestra compilación de cuentos, que titulamos A doble faz, él establece un vínculo sensorial y gustativo con las delicias que prodiga el amor. De su relato, La proposición matrimonial, en el que con nombres ficticios describe su romance con Rosemarie Prim, su encantadora mujer, rescaté el siguiente párrafo: “De la mano, vagando por la ciudad, Godofredo y Angelina descubrirían un elegante restorán de exquisitas tentaciones. Siempre pedían lo mismo. Panqueques de callampitas doradas a la francesa que degustaban saboreando la tersura de la masa y el dorado crepitar de las setas y la cebolla frita. Cenaban despacio, con la mesura que merecen las cosas buenas de la vida. Compartían no sólo el sabor de los panqueques, también miradas vehementes por el hecho de no poder estar, ni siquiera al comer, separados el uno del otro”.
Rosemarie y Eduardo me invitan al recuerdo de los sabores inolvidables de mi infancia. Me invade una sensación de ternura cuando les comento que mi abuela materna tenía mano de monja. Su repostería era de una finura, presentación y exquisitez extrema. Su llegada era una fiesta porque la casa se impregnaba con el aroma de sus postres y guisos. También, porque pasaba con ella tardes mágicas escuchando caer la lluvia, saboreando cuentos de amores imposibles y de tragedias románticas.
Definitivamente, en la era de los alimentos congelados y de preparación instantánea, creo que en cuestión de sabores caseros y reposados, todo tiempo pasado fue mejor.

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