García Lorca y el río Guadalquivir

/ 20 de Mayo de 2011

Hay quienes creen, ilusamente, que basta con apagar una estrella para borrar la inmensidad de las constelaciones. He estado releyendo a uno de mis poetas favoritos, Federico García Lorca, Ello, como un humilde homenaje a Gonzalo Rojas, el poeta del relámpago, con quien tuve el privilegio de compartir dos veces en torno a una taza de café. En ambas ocasiones hablamos de nuestro mutuo fervor por Lorca y sus verdes versos, sus metáforas deslumbrantes. Al narrarme el gran poeta de Lebu que él había leído muchísimo a Lorca mientras estaba en el exilio, no sólo destacamos su poesía, sino también su muerte ignominiosa e infame. Lo fusilaron en Viznar, cerca de Granada, su tierra natal, un 19 de agosto de 1936. Nunca se ha podido establecer por qué mataron a Federico. Su única arma era la belleza de su palabra, aquélla que en algunos poemas hiere como cuchillo lumbre que abre mundos y enigmas parpadeantes. Lorca jamás fue político ni escribió poesía política. Años después de la larga dictadura española, tras el fallecimiento de Franco, se estableció que “el poeta murió por error” y que hoy representa un símbolo de unidad entre los españoles.
Con Gonzalo Rojas comentamos aquella vez que Federico siempre presintió que moriría joven. Y así ocurrió. Tenía 36 años cuando su cuerpo sin vida fue lanzado por el barranco de Viznar, uno de los lugares donde se daba muerte a los detenidos en Granada. De hecho, la muerte ronda su poesía y su teatro, del cual yo adoro Bodas de Sangre. En el Romancero Gitano, uno de los versos más conocidos, admirados y premiados es “Muerte de Antoñito el Camborio”, un joven líder gitano asesinado a cuchilladas por sus cuatro primos en uno de los puentes que cruza el río Guadalquivir.
Se me eriza la piel cada vez que lo leo. Es un poema símbolo de aquellos que se dice murieron “por error”. Dice así: “Voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir / voces antiguas que cercan, voz de clavel varonil/ Les clavó sobre las botas, mordiscos de jabalí /en la lucha daba saltos jabonados de delfín /pero eran cuatro puñales / y tuvo que sucumbir”.
/¡ Ay Antoñito el Camborio, digno de una emperatriz, acuérdate de la Virgen porque te vas a morir ¡/ Tres golpes de sangre tuvo y se murió de perfil /viva moneda que nunca se volverá a repetir /un ángel marchoso pone su cabeza en un cojín./ Y cuando los cuatro primos llegan a Benamejí /voces de muerte cesaron cerca del Guadalquivir”.
Me acordé de ese poema hace un par de semanas. Fui invitada a una ceremonia en Temuco, sobre el puente Cautín, para recordar la muerte de un médico, de 29 años, acaecida en ese lugar. El río Cautín se tiñó con el color de cientos de rosas rojas. Pensé que sus aguas, la madrugada de su muerte, acogieron como amorosa madre su cuerpo inerte. Cómo no derramar lágrimas de sangre por ese médico joven y bello, cuyas manos fueron espigas que dieron sólo vida. El poema de Federico se hizo carne en mi mente. A la hora en que se apagó su luz, el viento ha de haber susurrado “voces de muerte sonaron cerca del río Cautín /voces antiguas que cercan /voz de clavel varonil”.

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