“La buena vida”

/ 23 de Septiembre de 2008

Se vienen tiempos interesantes para el cine chileno. O, al menos eso prometen los nuevos estrenos anunciados tanto en la prensa como en los trailers exhibidos en las distintas cadenas exhibidoras. Es que por fin, tras un periodo de reiteradas películas-fórmula, se vienen producciones criollas que ofrecen miradas más personales y novedosas, como “El cielo, la tierra y la lluvia” de José Luis Torres, “Santos” de Nicolás López, o “199 razones para ser feliz”, de Andrés Waissbluth (“Los debutantes”). En esta ocasión nos detendremos en “La buena vida”, la quinta producción del realizador Andrés Wood. Una película cuyas expectativas -si consideramos el enorme éxito de su antecesora “Machuca”- no eran nada de menores.
Filmada entre junio y julio del año pasado en 35 mm, “La buena vida” es una película eminentemente urbana. Al igual que “Machuca”, ofrece una  radiografía social, pero, mientras en esta última, Wood realizó un scanner a la sociedad chilena de 1973 desde la emotividad y la nostalgia, en “La buena vida” nos ofrece una perspectiva más bien existencial y desprendida de artilugios sobre los santiaguinos de la era del Transantiago, los cafés con piernas y el I Phone. Y para ello, se detiene en cuatro personajes: Teresa (Aline Kupenheim, más espléndida que nunca en su actuación) es una psicóloga que orienta sexualmente a un grupo de prostitutas; Edmundo (Roberto Farias), un peluquero y estilista looser que a los 40 años aún vive con su madre (Bélgica Castro, solemne y conmovedora); Mario (Eduardo Paxeco), un joven músico que sueña con integrares a la orquesta filarmónica del Teatro Municipal y una indigente N.N enferma (Paula Sotelo), que se prostituye para poder alimentar a su pequeño hijo. La historia muestra cómo sus vidas se entrecruzan sin que logren percatarse de ello, en medio de un paisaje marcado por una ciudad hostil que termina por transformarse en otro personaje más.
Esta es una película coral, de la misma escuela y ánimo de las famosísimas “Magnolia”, “Hapinnes” o “Crash, vidas cruzadas”. Donde un montaje paralelo muestra historias de soledad y desamparo, en las que hasta la más mínima empresa  resulta demasiado complicada. Teresa, aunque se esmera todos los días por inculcar el uso del condón, no logra evitar el embarazo precoz de su propia hija Paula (Manuela Martelli), del que más encima se entera a través de su ex esposo (Alfredo Castro). Edmundo, por su parte, desea dar una sepultura digna a su padre muerto hace más de veinte años, pero las trabas financieras de su banco y la indiferencia del ex sindicato de su progenitor -por no haber sido un afiliado famoso- lo frustran y le impiden continuar con su propia vida. Mario estudió en Alemania, y la realidad de un país culturalmente subdesarrollado como Chile pronto comienza a superarlo: el jurado de la audición en el Municipal está más preocupado de comerse un sándwich que de prestarle atención; sus vecinos, que viven escuchando reggueaton a todo parlante le reclaman por “el ruido” que provocan sus prácticas de clarinete, y debe transformarse en carabinero para poder sobrevivir. Finalmente, el caso la indigenta N.N -el más marginal y extremo- sirve como un punto de unión que ayudará a poner las cosas en contexto al espectador.
Aunque los 108 minutos de duración del metraje terminan siendo demasiado justos y más de un cabo suelto queda entre las historias, “La buena vida” (nombre con el que la adolescente Paula titula su novela-diario de vida) es otro correcto eslabón en la carrera de uno de los directores -por lejos- más sólidos de los últimos 10 años de la cinematografía nacional. Tal vez Wood no tenga manierismos memorables o una imaginación desbocada, pero es un director que sí sabe narrar, dar altura de miras y cumplir con lo que promete. Y más importante aún: es un agudo observador que logra identificar el imaginario de su generación. Ese fue, justamente, el secreto de “Historias de fútbol” (1998) y de “Machuca” (2004) y que logra nuevamente, de forma madura, plasmar en “La buena vida”: transmitir al espectador un sentimiento de identificación con lo que está ocurriendo. Un acierto que parece más urgente que nunca, en una sociedad que actualmente vive una profunda lejanía entre sus ciudadanos y muchas de sus instituciones.

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