La Casa Roja

/ 25 de Noviembre de 2009

Mi amigo, el poeta español Juan Carlos Mestre, acaba de ser galardonado con el Premio Nacional de Poesía, en España, por su poemario “La casa roja”.
Tengo el privilegio de llamarlo mi amigo, porque eso somos. Hemos tejido esta amistad, como la larga e interminable bufanda que tejía Penélope esperando la llegada de Ulises, de quien la separaban todos los mares, todas las aguas.
Juan Carlos Mestre presentó en Concepción mi primera novela, “La noche de las cuatro lunas”, que semejaba una paloma trémula y mojada, sacudiendo sus alas. Esta metáfora significa que literalmente esta novela nació bautizada por el fuego y por el agua. Y quería volar, claro que quería volar. Pero, tres días antes de su lanzamiento, se quemó la imprenta y alcancé a rescatar sólo 222 ejemplares que tiritaban de frío, empapados por las mangueras de los bomberos. Juan Carlos Mestre hizo una espléndida presentación y homologó el fuego con las “ardientes hogueras gitanas de Granada”, la tierra de García Lorca, cuyos verdes versos entretejían la trama de esa novela.
Ello ocurrió en la década de los ochenta. Mestre vino a Concepción por un par de semanas, acompañando a su mujer, la muy penquista Alexandra Domínguez, poetisa y pintora, como él. Y se quedó varios años seduciendo a esta ciudad del Nuevo Extremo con su belleza y la belleza de sus palabras. Juan Carlos Mestre es bello, tiene la belleza de una escultura de Miguel Ángel, nimbado por los bucles de oro de su pelo, con esos ojos azules fraguados en cobalto que dejan paralogizado al que lo mira, como un pájaro inmovilizado ante la ballesta.
La belleza reside en la palabra de Juan Carlos Mestre. Uno de mis poemas favoritos es el que él recitaba al compás de un viejo acordeón, “mis antepasados inventaron La Vía Láctea / y llegaron a los arenales / y en los arenales / la tierra es brillante como las escamas de un pez / poco es lo que puede hacer un hombre en los arenales / apenas quedarse dormido en los pensamientos del hambre / mientras oye la conversación de los gorriones en el granero / apenas sembrar leña de flor / en la sábana de los huertos”.
En esos tiempos en los que recuerdo rondas de café refulgentes por el resplandor de las palabras, solíamos reunirnos con Tulio Mendoza, Eduardo Meissner, Rose Marie Prim, Arnoldo Weber y simplemente dejar que el bello rumor de la poesía de Mestre fluyera y nos arrullara.
Quiero invitarlos a recorrer un fragmento de “La casa roja”, “donde los cardenales negros sacrifican papagayos a la voz del diluvio”. “Alguien anda diciendo / que en las afueras de la ciudad /  hay una casa roja. / Una casa cuya ilusión / está llena de peces / el pez de San Pedro / la conciencia del delfín / encerrada en el aro / de una bahía desierta. / Lorenzo de Médicis tenía una casa roja. / Las maniquíes de Bizancio tenían una casa roja. / Mi corazón es una casa roja / con escamas de vidrio / mi corazón es la caseta de los bañistas / cuya eternidad es breve / como una columna de lágrimas. / La intemperie gime contra los muros / la tristeza gime contra los mármoles. / Yo veo el arco iris, yo veo la patria de los músicos./ Mi casa es una casa roja / mi casa es la visión / y la beldad de una isla. / Aquí caben las galas de un mandarín / y la escrupulosa usura / de las edades antiguas. / Esta casa mira hacia el norte y hacia el sudeste / azotada por el aliento de los que piden limosna”.
Juan Carlos, entraré en tu casa roja y brindaré contigo por este Premio. Beberemos vino color rubí en altas copas de vidrio rojo. Por la tarde besaremos el rojo silencio de un atardecer rojo y escribiremos cartas con tinta roja. Sellaremos una amistad eterna con sangre carmesí y hablaremos. Y sólo el aire, únicamente lo que del aire trasmitamos como testamento de lo sellado, permanecerá de nosotros. Nunca cierres tu puerta roja. Así, la palabra “amigo”, y la sombra de esa palabra guardarán su permanencia más allá de la peregrinación de la muerte.
Una crítica del diario español “El País”, subraya que la poesía de Mestre entusiasma por la belleza de lo concreto y crea un discurso desestabilizador, que ahonda en la realidad. No con un afán trascendente, sino con un resultado trascendental: el de poner en cuestionamiento el sentido común, porque “el origen de las ideas, al igual que el de los ríos, está en las nubes”.
Suscribo plenamente dicha cita. Yo soy feliz en mis nubes. Me quedaría eternamente vestida de rojo con mi amigo Mestre en su casa roja saboreando un vino color púrpura.

O’Higgins 680, 4° piso, Oficina 401, Concepción, Región del Biobío, Chile.
Teléfono: (41) 2861577.

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