La ciudad se llena de color

/ 27 de Marzo de 2013


Llegan con la maleta cargada de sueños. Le hacen frente al clima, a la curiosidad de los ojos sureños, al choque de las culturas.Los afroamericanos no figuraban en nuestras vidas hasta unos años atrás en que se atrevieron a llegar, a enamorarse del gris y a echar raíces en el fin del mundo.
Por Carola Venegas V. | Fotografías Gino Zavala B.
Son las 19.22 horas. Tarde de marzo. En la radio suena “A todos nos pasa lo mismo”. Hace diez minutos abordé a un hombre extranjero en la calle y le pedí su teléfono para este reportaje. En la emisora, uno de los locutores dice: “Se han fijado que cada vez es más frecuente ver a gente de color en la ciudad. Uno está en una tienda y aparecen en el pasillo y es como de lo más natural encontrarlos en la calle, en todos lados…” No es coincidencia. Nos está pasando lo mismo, estamos viendo con más frecuencia un color de piel que hace cinco años apenas llegaba fugaz en eventos deportivos, espectáculos y uno que otro viaje de turismo.
“Tropiconce” es un lugar pésimo para las personas de raza negra. Frío, humedad, veranos cortos e inestables, sin embargo, es una ciudad que está abriendo puertas. La historia dice que en general Chile no tuvo mayor penetración de afroamericanos por la crudeza del clima y, sobre todo, por el difícil acceso por la cordillera. Una persona de color desde Concepción hacia el sur era casi una aguja en un pajar. Pero tras el paso de los años, la imagen de Chile en el extranjero y la estabilidad económica de las principales ciudades han convertido a esta larga y angosta faja de tierra en un sitio atractivo para echar raíces.
No hay estadísticas de afroamericanos en Chile. No se incluyó en el Censo y tampoco puede mencionarse en los formularios de Migración o Extranjería. Luis Navarro, jefe del Departamento de Extranjería de la Gobernación Provincial de Concepción, explica que los trámites sólo puntualizan la nacionalidad de la persona, pero no su apariencia, pues una categoría así podría considerarse como discriminatoria.
Por eso hay sólo una percepción de que el color de los penquistas está cambiando. Es visible porque los morenos ya no consideran esta parte del mundo como ciudad de paso y han decidido formar familias, levantar hogares y proyectar una vida y su descendencia.

El calor de la familia
James Paul Civil, 33 años, Venezuela

James estaba conminado a una vida de códigos y números. Pero su pasión era conocer gente y culturas y por eso cambió radicalmente de rubro. Trabajó dos años en informática, recapacitó, dejó de ensamblar computadoras y se decidió por la gastronomía.
“Cuando me gradué fui a hacer la práctica a Brasil. Regresé a Venezuela y por una empresa en la que estuve se dio la oportunidad de trabajar en distintos países como Colombia, España, Portugal, en República Dominicana, en las Islas Martinica, Aruba”, comenta.
La búsqueda de nuevos horizontes lo trajo a Chile hace cuatro años e hizo su vida en Concepción. No hay vuelta. Se enamoró, echó raíces y su primogénito penquista llegará en unos tres meses. “Estoy feliz y orgulloso de que mi hijo nazca aquí”, explica.
James es chef en el Casino Marina del Sol y si bien las cosas no han sido fáciles, sobre todo por problemas con el clima, no ha programado volver a Caracas. Pero lo pensó a eso de las 3:34 horas del 27 de febrero de 2010, cuando el piso en que vivía en Talcahuano se zamarreaba al compás del terremoto. “Creía que esto era lo último que me podía pasar, fue una experiencia bien intensa, porque yo no sabía de qué se trataba. Me quedé paralizado, todo se movía, incluso me caí al piso. Comencé a buscar un sitio para refugiarme en la casa y de pronto salió mi compañero en pelotas y me dijo: vámonos de aquí, esto está muy feo, se va a salir el mar”.
Su casa estaba en Perales y no le pasó mucho, pero sabía que las cosas no iban a ser fáciles. Mientras estaba en el cerro esperando el tsunami veía la histeria de la gente que lloraba, “porque el mundo se acababa y porque de ésa no iban a salir…” se sentía solo y desnudo como su amigo que partió arrancando al cerro.
A la mañana siguiente tenía ganas de irse. Las estaba viendo negras, pues no sabía si su pega iba a continuar. Venezuela estaba por primera vez más cerca en su futuro.
“Cuando fui al Casino a comunicarme con mi familia vi el deterioro en que estaba. Y pensé que lo mejor era partir de regreso. Cuatro días después recién pude hablar con Venezuela y a la vez me convencí que debía quedarme”. Y su decisión pasó porque se ha sentido bien acogido y querido en esta ciudad. “A mí me extrañaba que la gente me quedaba mirando, pero entendí que no es muy común ver personas de color en Concepción. Yo pensaba y les comentaba: Pero si estamos en Latinoamérica, deberían entender que aquí convergen distintas culturas y razas…”
Lo malo, el clima. No lo soporta mucho. Está resfriado, tiene rinitis crónica, pero está demás decir que aquí encuentra el calor en otras cosas. El de pareja y ahora su niño. El sol sale para todos aunque no siempre tenga la misma temperatura.

Emigrar para vivir

Yudi Núñez, 40 años, República Dominicana


Yudi camina y al que pase se le van los ojos.Es morenaza, de dimensiones morenazas, de movimientos morenazos.Es peluquera, madre soltera y migrante dominicana. Se vino de Santo Domingo a trabajar a Santiago y no fue lo que esperaba.La pasó mal y después de cinco años en Chile, recién está tranquila y enamorada, de Concepción, claro.
“Mi país estaba en medio de una crisis. Yo allá tenía peluquería y tuve que cerrarla pues vinieron todos los problemas juntos. La gente ya no iba a los restaurantes, ni a las tiendas a comprarse ropa, ni a arreglarse el cabello, pues es lo primero que se reciente en una crisis de esa naturaleza. Llevaba ocho años trabajando en el mismo local y el dueño me lo pidió para poder venderlo y me comencé a desesperar.
La pareja que yo tenía en ese entonces se había venido a trabajar a Chile y me preguntó porqué no me venía a trabajar para acá”, comenta Yudi.
Tenía 36 años en ese entonces. Fue duro, pues debía plantearse dejar tres hijos varones, el más pequeños de trece años. “Dejarlos fue una decisión muy fuerte, pero ellos ya tenían edad para quedarse. Aunque uno sólo era mayor de edad, los otros ya comprendían la situación… Yo me vine a Chile porque quería que ellos fueran a la universidad. Con la situación que se vivía en mi país eso iba a ser imposible. Si me quedaba, tenía trabajo para vivir, para comer; pero no para asegurar la educación de mis hijos. Yo soy madre soltera, el papá es cero aporte, pues se encuentra en Estados Unidos. Decidí emigrar para ayudarlos. Lo hablamos en familia. Les dije que yo me tenía que ir de allí, que por lo menos estaría dos años sin verles y estuvieron de acuerdo. Estaban acostumbrados a una vida medianamente cómoda, para mantenerla la única manera era que me viniera a Chile. Habíamos perdido la casa y todo lo que me estaba pasando era causa de lo económico”, asegura.
Pero llegó aquí y las cosas no eran como se las pintaron, no por el país sino por lo que sucedió donde iba a vivir. “Yo tenía trabajo en Santiago y mi pareja ya estaba viviendo en Curicó. No conocía a nadie en la capital, tuve que irme para allá y el proceso de adaptación fue terrible”, recuerda.
“Curicó es una ciudad pequeña y yo venía de la capital de mi país. Y ahí trabajé en una peluquería, donde no me iba mal, pero el movimiento no era lo que esperaba. La gente de Curicó era demasiado linda y buena. Me llevaban cosas, muebles para que llenara mi casa, platos. Los recuerdos de esa ciudad son muy bonitos, aunque al principio tuve que trabajar en lo que fuera. Trabajé limpiando en una pensión. Duré cuatro meses. Era invierno y me enfermé, porque hacía mucho frío seco. Yo estaba acostumbrada a un clima cálido y húmedo. No sabía comprar ropa… pues me abrigaba con pura lana, me vestía pesada y andaba como patito. Yo no conocía las pulgas. En mi país las pulgas las tienen los animales, no las personas. La primera vez que me picó una, no sabía lo que era y fue terrible, me enfermé, me dio alergia. Yo no tenía derecho a salud, tenía miedo y, en lo personal, me sentía muy sola. La gente me hablaba y yo no entendía nada de lo que me decían pues nuestro timbre de voz es muy distinto”, señala Yudi. La dominicana dice que se comenzó a llenar de deudas y la suerte tampoco la acompañó. “Recibimos el primer sueldo con mi pareja, fui a hacerle el envío a mis hijos y me robaron la plata en una micro. Perdimos 40 días de trabajo y quedamos sin un peso. Me dio una crisis, me bajé de la micro y me eché a llorar”.
Y a Concepción llegó por el fútbol, un amigo futbolista colombiano instó a su pareja a venirse a tierras penquistas. “Él me llama y me dice que en Concepción hace menos frío que en Curicó, me vine y me enamoré de la ciudad. No me conviene el clima húmedo porque me da alergia, pero el hecho de venir de un lugar donde el frío cala los huesos para mí era realmente un agrado, mucho mejor y encontré la ciudad muy bonita”, enfatiza. Llegó un 12 de junio.
Yudi comenzó de a poco en la peluquería de Aldo Marisio, y es enérgica: “A él le agradezco un montón, porque me recibió sin yo tener implementos para trabajar”. Duró un año allí y así como terminó su pega, la relación con su pareja también concluyó.
“En ese lugar me tocó una vez una abogada que no quiso atenderse conmigo. Me sentí muy mal, porque lo hizo delante de toda la gente ‘Ella no me va a atender’, dijo. La peluquería estaba llena. Uno entiende perfectamente cuando una persona te está rechazando más que con las palabras. Hay todo un lenguaje corporal que te lo indica y eso fue muy penoso.  Luego aprendí a trabajar en el Caracol con su estilo de buscar clientes, porque yo no estaba acostumbrada a eso. Pero para cumplir con los objetivos que traía al venir a Chile, tenía que aperrar”, comenta Yudi al recordar sus inicios en las peluquerías del centro comercial.
Ha llorado. Ha tenido episodios puntuales pero muy tristes que le han hecho evaluar volver a su país. “Para el terremoto estábamos recorriendo las calles con mi hijo mayor que justo estaba acá y estábamos haciendo lo que todo el mundo hacía en estado terremoteado. Y en la calle, estando caminando una persona nos dijo de todo: ‘Negros… váyanse de aquí que se vienen a comer nuestra comida’… y qué te digo, nos sentimos pésimo y yo pensé que eso se iba a volver frecuente en este estado de shock. Mi hijo quedo sorprendido y yo sólo lo llamaba a calmarse”.
“Me jugué muchas cosas al venirme acá y tenía claro que yo no iba a volverme a mi Santo Domingo. Allá hay trabajo, pero mal pagado y no producimos más que turismo. El terremoto no me movió de aquí ni nada me va a mover”.
Elisangela Freitas Langeneder, 32 años, Brasil

La de Elis es una historia de amor


Aunque es de Brasil encontró a un chileno patiperro al otro lado del mundo que le trastornó sus panoramas y proyectos.De Chile sabía poco, pero tenía claro una cosa: jamás viviría acá. Veía imágenes del terremoto y se repetía: “Nunca voy a irme a ese país”.
Pero un hombre que se empina sobre el metro ochenta, delgado y pelilargo la hizo cambiar de opinión. Nació en Bahía, Brasil, estudió Administración Hotelera, y si bien sabía de Chile por los turistas, nunca le interesó cambiarse de la costa este de Sudamérica hacia al Pacífico.“El culpable de todo esto es él”, señala indicando a su pareja, Carlos.Es una morena como de película. Llena de gracia, como la chica de Ipanema. Hace unas limonadas de cuento y se ríe iluminando todo su departamento, en una de las torres de Plaza Mayor en Concepción. Viste de playa, pues en unos momentos más se irá a la costa a posar para unas fotos que recuerden aunque sea en parte el lugar donde creció y donde dejó una familia, una hija y una carrera en ascenso.Con ese acento cantadito de portuñol, recuerda el momento en que el destino le marcó Concepción, Chile, en el mapa. “Yo estaba viviendo en Austria y ya estaba para regresar a Brasil. Pasé por Nueza Zelanda, como para tener una escala. Cuando lo vi a él me enamoré. Fue fugaz, instantáneo. Y allí se pactó un compromiso. Carlos regresaba a Chile y luego partiría a buscarme “, explica Elis, mientras se ríe con aires de triunfo. “Yo no me iba a venir a acá sin antes estar segura de lo que siente, pues yo también dejaba mucho atrás por venir aquí”.
Dice que se siente cómoda en Santiago, que la capital le encanta y que ver por primera vez la ciudad penquista fue extraño.
“Tenía otra imagen de Concepción. Pensé que tenía más colorido, que eran otras las construcciones… pero las personas fueron amables conmigo.
El clima para mí fue horrible… A principio no quería salir de la pieza”.
Comenta que la gente la mira con curiosidad, pero en una muy buena disposición. La paran en la calle, le dicen que es linda, le preguntan cosas que muchas veces no termina de comprender. “Me miran mucho, me piropean, me dicen cosas bonitas y graciosas. No he tenido problemas con mis papeles, ya tengo mi cédula de identidad y lo que quiero ahora es encontrar trabajo. En ese sentido estoy muy feliz, porque gracias a los convenios del Mercosur, todos los trámites son más fáciles”. Pero tiene una deuda pendiente con la sociabilidad. Como su compatriota, Roberto Carlos, quiere tener un millón de amigos, pues hasta ahora su círculo se reduce sólo a los de Carlos.“Quiero que las cosas funcionen. Yo en mi país tengo mucha más oportunidad, pero mi objetivo acá es formar una familia, crecer.Si las cosas son así entonces ésta será mi casa”.
 
 

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