LA MARCA QUE MARCA

/ 30 de Julio de 2014
Francisco Flores Ingeniero Comercial de la  Universidad de Concepción y  Magíster en Comportamiento  del Consumidor de la  Universidad Adolfo Ibáñez.
Francisco Flores
Ingeniero Comercial de la
Universidad de Concepción y
Magíster en Comportamiento
del Consumidor de la
Universidad Adolfo Ibáñez.

Todos necesitamos de las marcas, incluso aquellos que reniegan de ellas para manifestar quiénes no son (por ejemplo, los góticos), porque ayudan a disipar temores en la elección, porque son portadoras de significados, generan sentimientos, acompañan, identifican y diferencian, porque son tan antiguas como el intercambio.
Originalmente, era un logotipo más un nombre comercial con el que se identificaba un bien o un servicio; hoy su papel se amplió más allá de lo funcional, hasta transformarse en un signo de valor para el cliente, incluso por sobre el producto base.
Son el activo más valioso de una empresa. De hecho se roban, se falsifican, son objeto de culto y veneración por millones de consumidores y dan a quien las adquiere un espacio de confianza y seguridad único. Si nos situáramos en un mercado de una cultura donde no entendemos el dialecto ni los códigos básicos para comunicarnos, estaríamos absolutamente perdidos en los procesos de elección sobre qué comer o beber. Pero al encontrarnos con estos signos que conocemos, sentimos que “no estamos solos”; porque una marca es un inventario de percepciones de lo que el producto representa. Ya lo sabían en Grecia, 1300 años a.C., donde se descubrieron los primeros indicios sobre el uso de esta herramienta de la gestión comercial, en vasijas de greda con identificación de autoría.
Marca viene de la sigla escandinava antigua brandr (quemar), que se remonta al rito de marcar animales para identificar al propietario del animal; en Inglaterra  (año 1266 d.C.) obligaban a panaderos a marcar su producción para garantizar la calidad e identificar el origen el producto.
Hoy éstas tienen tal valor que podemos ver cómo los productos se esconden o se amparan bajo ellas, porque en el espacio del consumo el signo se hace mercancía y aporta atributos atesorados por el cliente, por el cual está dispuesto a pagar un precio mayor.
Sobre cuánto vale una marca hay bastante información e indicadores, particularmente me referiré a dos de ellos, el Amor a las Marcas y el BAV.
Kevin Roberts desarrolla el concepto Lovemarks, donde expone que el valor de las marcas va más allá de lo racional y del tamaño de la empresa y cómo llegan a forman parte activa de la vida de las personas trascendiendo lo emocional. Una marca que se ama es ésa que si desapareciera, tu mundo no sería el mismo, ya sea el almacén de la esquina, una multinacional o un club deportivo. Para que sea catalogada como Lovemarks deben conjugarse dos variables entre la empresa y sus clientes: amor y respeto, lo que permite una relación de largo plazo (para profundizar recomiendo el libro Lovemarks, de Kevin Roberts).
Encontramos también el Brand Asset Valuator (BAV), elaborado por la consultora  The Lab Y&R, una clasificación bastante respetada en los contextos del marketing, que categoriza las marcas en función de la energía diferenciada, familiaridad, estima y relevancia. (Recomiendo su página www.thelabyr.cl/web/)
Entender el valor de la marca es más que datos duros o diseño estético, implica comprender que hoy la diferenciación importa y que ellas juegan un rol en extremo importante como para dejarlas solamente como un signo que identifica, porque no sólo marca al producto, sino que principalmente al consumidor, como miembro de una tribu que la consume.

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