La muerte ronda a poetisas y escritoras

/ 21 de Diciembre de 2009

Muchas veces he sentido que no soy nadie. El centralismo cultural me ha aplastado como una cucaracha. Santiago es un monstruo grande y pisa fuerte. Por eso estoy planificando mi suicidio, literario, por supuesto, porque no tengo ningún interés en morirme aún. Por ello, estoy escribiendo una novela negra, de suspenso. Literariamente, si Santiago no me abre las puertas del Olimpo ni me acoge como a los intocables, los mismos de siempre, las vacas sagradas, no existo.
Ya lo dijo magistralmente la escritora Clarice Lispector, quien antes de partir de este mundo por su propia voluntad escribió lúcidamente: “Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré y alguien dirá con amor mi nombre”. “Me agrandaré y me esparciré”, pienso yo, es una metáfora soberbia.
En este país hay que morirse para ser ungido con la corona de laureles que nos correspondió lucir en vida. Los connotados autores de las letras nacionales rasgan vestiduras y hacen apologías y cánticos para resaltar la obra magna del suicida o del que yace yerto, frío como el mármol.
Adolfo Couve, autor de “La comedia del arte”, se colgó antes de terminar su novela “Cuando pienso en mi falta de cabeza”. Ignacio Valente, el cura crítico de arte que jamás lo elogió en vida, tras su ahorcamiento lo comparó nada menos que con Proust, magnificando “su exquisita prosa, finísima cual polvillo de arenas doradas”.
¿Y Violeta Parra? Venía llegando de Francia donde expuso tejidos y artesanía, y pulsó como sólo ella sabía hacerlo, su guitarra corazón de paloma, recibiendo honores y aplausos. La que escribió “Gracias a la Vida” se pegó un tiro en la sien en la carpa de los Parra porque “había noches en que apenas vinieron treinta personas”, escribió Violeta en un  periodo depresivo. Así se apagaron “los luceros” de Violeta, los que “cuando los abro perfecto distingo lo negro del blanco y en el alto cielo su fondo estrellado y en las multitudes al hombre que yo amo”.
Desamor y falta de reconocimiento ha sido el detonante del suicidio de poetisas y escritoras. La gran Alfonsina Storni, quien inspiró la  bellísima canción “Alfonsina y el mar”, se lanzó desde un roquerío y se ahogó en la playa La Perla, de Mar del Plata. Alfonsina prefirió ser arrullada para siempre por los caracoles marinos, vestida de mar. “Te vas Alfonsina con tu soledad, qué poemas nuevos te fuiste a buscar”. Premonitoriamente había escrito: “se me va de los dedos la caricia perdida, se me va de los dedos, solos están mis floridos senderos”.
“La vida es sueño, la muerte es la que nos despierta” escribió Virginia Woolf la gran escritora del retrato psicológico, la autora de “Mrs Dalloway”, “La noche y el día” y “Los Años”. Después de suicidarse caminando río adentro con los bolsillos de su abrigo llenos de piedras, fueron sus pequeños zapatos, los únicos testigos de la tragedia, solitarios esperándole inútilmente en la orilla.
Y nuestra Premio Nobel, Gabriela Mistral, la gran Gabriela, no tomó ni una pistola ni se arrojó desde un acantilado, pero flirteó con la muerte, tema recurrente en sus poemas. Gabriela Mistral alguna vez dijo “las desgracias han velado mis ojos. Cargo muertes en mi espalda y un país que no me quiere”. Aún hasta hoy es denostada y vapuleada por sus supuestos amoríos con Doris Dana.
Al único hombre que amó, Rogelio Ureta, el suicida, le dedicó  los soberbios “Sonetos de la Muerte”, traducido a casi todos los idiomas del mundo. En sus sonetos, Gabriela se agranda, Gabriela se esparce por todo el planeta. “Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada, que he de dormirme en ella los hombres no lo saben y que hemos de soñar en la misma almohada”.

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