Los 80 en Concepción: Aún en dictadura, el amor prende y quema a fuego

/ 23 de Enero de 2012

Cada uno de nuestros protagonistas vivió intensamente Los 80 y quedó emocionalmente marcado con la década. Pensaban diferente del régimen, lo combatieron incluso, pero fueron capaces de amar a concho y mantenerse unidos  a sus parejas aún en  la distancia y en el recuerdo, como ocurre con Ester Araneda y Eglantina Alegría. Pasaron penurias y sobresaltos, rabia y humillaciones, atesorando que algún día puedan hallar  los “huesitos” de sus maridos para darles cristiana sepultura. O, simplemente, llevarles una flor a quienes fueran el amor de sus vidas.

“¡Estamos puro perdiendo el tiempo no más! Anda a ver si nos pueden casar ahora”, le dijo René Carvajal Zúñiga a la hoy diputada Clemira Pacheco Rivas. Y ella con su falda artesanal al viento y sus dos trenzas largas y negras voló al Registro Civil distante un par de cuadras. Cuatro días después se estaban casando en el estudio que el ex alcalde de Coronel y egresado de Derecho compartía con otros abogados en Concepción. Alcanzaron a pololear 15 días y el próximo 18 de febrero cumplirán 26 años de matrimonio. “¡Qué paciencia he tenido…!” dice ella mientras él, a su lado, se muere de risa.
Con altos y bajos, pero con el cariño de siempre -dicen- se han mantenido unidos, criando a sus cuatro hijas y participando en política, tal como comenzaron a hacer en 1982, en pleno régimen militar. Ella, como integrante de la ex Unión Nacional de Estudiantes Democráticos y él, del ex Comité de Defensa de los Derechos del Pueblo, Codepu. Ambos eran miristas -hoy socialistas- y ella se enteró de su existencia cuando él cayó preso. Lo conoció por una foto publicada en el diario que daba cuenta de la noticia y con el grupo de estudiantes y profesionales jóvenes se prepararon para visitar al “compañero” en la cárcel y solidarizar con él.
Historias de amor, política, represión y sobrevivencia como la de ellos o la del matrimonio del doctor Edgardo Condeza Vaccaro y la arquitecto Ana Dall’Orso Sobrino, bien podrían ser parte de “Los 80”, una de las series más queridas por los chilenos y de la que Ester Araneda Gallardo (63), otra de nuestras protagonistas en este reportaje, no se perdió capítulo. Siete meses de embarazo tenía cuando vio subir a su marido Alfonso Araya Castillo -tan “Jota” como ella- a un microbús en Santiago, y nunca más volvió a saber de su “Flaco”. Por ello, quizás, el amor de Gabriel y Claudia y su drama televisivo de vivir en la clandestinidad, cambiando de casa y de barrio, de ciudad y de país, la haya alborotado más de lo que quisiera. Del “Flaco”, a esta integrante de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos de Concepción sólo le quedó su hija, Marisol (33), y su nieta Millaray (10). “El mejor recuerdo que me dejó”, dice, mientras en el brillo de sus ojos se confunden amor, orgullo, pena, dolor y esperanza.
La esperanza de hallar todavía a su marido, el ex alcalde de Coelemu, Luis Acevedo Andrade, y padre de sus cinco hijos -todos adultos ya- sostiene a Eglantina Alegría Osses. Un arrepentido funcionario de Carabineros, hoy fallecido, hizo saber al tribunal tres años atrás de su eventual paradero. Juez, abogados y familia se constituyeron en el kilómetro 60 de la ruta a Santa Juana, a orillas del Bío Bío; se hicieron las excavaciones, pero no hallaron nada. “Señor Vera: ¿pensó alguna vez que un hijo de Acevedo lo iba a andar trayendo…?”, dice que le preguntaron al uniformado, un anciano enfermo y de buen corazón, a quien uno de los mellizos Acevedo Alegría lo apuntalaba. “No se acordaba bien, él quiso entregarlo para que le diéramos digna sepultura, pero no se acordaba del lugar. Hallarlo es todo lo que quiero para llevarlo a Coelemu y sepultarlo al lado de las dos hijas que se nos murieron cuando guaguas; para que las cuide…”.
Por el secuestro calificado de este ex alcalde comunista o el “caso Coelemu”, el ministro Alejandro Solís falló en primera instancia en contra de los ex funcionarios José Jara Caro y Heriberto Rojas Jiménez condenándolos a 10 años y un día sin beneficios; y en contra de Sergio Arévalo Cid y Renato Sullivan por encubridores del secuestro a 541 días de remisión condicional. Eglantina espera que prospere además la demanda civil contra el Estado por 800 millones de pesos.

La primera dama lava ropa ajena


De vez en cuando, Eglantina Alegría Osses (68) esboza una sonrisa y las lágrimas le empañan la mirada cuando evoca ese 30 de diciembre de 1974. Estaban almorzando en Pedro León Gallo 824, en Coelemu, cuando llegaron a buscar a su marido. Querían hacerle algunas preguntas en la comisaría -“seguramente dónde estaban las armas. Antes lo habían detenido y torturado por lo mismo. Él tenía su ideología pero era un hombre sano; ni cortapluma usaba”, pero desde aquella vez no lo volvió a ver. De Coelemu lo trajeron a la Cuarta (Primera) Comisaría de Carabineros de Concepción. Él tenía 31 años y sus mellizos Jorge y Mauricio, los menores de los cinco hijos, tres años; se quedó de brazos cruzados y trabajando en lo que pudo: en una procesadora de callampas y lavando ropa. Se sacrificó harto, cuenta, para sacar adelante a sus niños. Hoy, uno de ellos es sociólogo, docente en la Universidad del Bío-Bío y su hermano mellizo, intérprete en inglés, recorre el mundo en un crucero. Una de sus hijas es chofer de camión y reparte bebidas.
A su marido lo conoció cuando ella tenía 16 años y era “la niña de los mandados” en una casa de familia del pueblo. Se casaron en el 60 porque era un hombre bueno, trabajador y respetuoso. Sus padres, que vivían en el campo, estuvieron de acuerdo. Para “el golpe”, Luis Acevedo era alcalde -antes había sido dos veces regidor- y con beca estudiaba en la ex Universidad Técnica del Estado, hoy Bío Bío; ella lo acompañaba a todos los actos oficiales.
“Él era muy sencillo; le gustaba vestirse con ambo y hasta barría la Municipalidad siendo alcalde. La gente lo quería mucho y en los tiempos de desabastecimiento -cuando los empresarios le hicieron la guerra al Presidente Allende- él daba todo lo que podía; yo tenía que hacer fila igual que todos en los negocios para comprar alimentos; no teníamos privilegios”.
Las fiestas -18 de septiembre y de fin de año- son fatales para ella. Cuenta que oportunidades para rehacer su vida no le faltaron, pero “nunca iba encontrar a una persona como él. Yo me casé para toda la vida y nunca me he sacado el anillo de matrimonio. Ahora vivo en Concepción y no he querido vender la casa de madera que entre los dos construimos en la calle principal de Coelemu. A veces pienso que van a tocar la puerta y me lo van a dejar ahí; que me van a entregar sus huesitos. Sería el mejor regalo que me pudieran hacer. Moriría tranquila”.
-Si la detenida-desaparecida hubiese sido usted ¿él habría guardado luto como usted…?
-No, los hombres son diferentes; no duran tanto tiempo solos. Una nunca sabe, él me quería también, pero los hombres son más tentados.

Una “L” en el pasaporte


Poco y nada de “guerrillero urbano y rural”, como le imputaran en 1973, aparenta ya a sus 71 años el doctor Edgardo Condeza Vaccaro, quien tras el golpe arrastró al exilio, a Colombia, a su mujer, Ana Dall’Orso Sobrino y a sus tres hijas pequeñas donde la familia vivió 10 años. Una “L” en el pasaporte era el ícono del artículo 24 transitorio, letra C, de la Constitución del 80, que le prohibía ingresar a suelo chileno por estar sindicado o tener reputación de activista, realizar actos contrarios a los intereses de Chile o constituir un peligro para la sociedad.
Pero él se dio maña para un fallido regreso en 1984 y de manera definitiva en 1986. Su familia ya estaba en Concepción y él en Argentina. Con horas de diferencia, tres veces cruzó la cordillera sin que las autoridades le permitieran bajar en el aeropuerto de Santiago. Y mientras 15 detectives intentaban esposarlo, él y sus compañeros de ruta saltaban entre los asientos del avión tratando de escapar. Dos años después cruzaba a lomo de caballo Los Andes por el paso Pichachén y se presentaba ante la Corte de Apelaciones de Concepción. Su caso fue titular en la prensa nacional: “Quería volver a mi Patria; que me juzgaran si había mérito para ello y trabajar contra la dictadura”, dice.
Un mes y medio permaneció en la clandestinidad mientras los tribunales resolvían su situación. Recuerda bien cuando el fallecido arzobispo de Concepción, José Manuel Santos Ascarza -un valiente como pocos en aquella época- lo recibió en su casa y él mismo llamó a la autoridad: “Tengo aquí al doctor Condeza, yo lo voy a entregar a Carabineros y no a la CNI -dijo- y me escoltó hasta la Primera Comisaría. Veinte días estuve ahí antes de que me llevaran a Chacabuco 70, la antigua cárcel de Concepción. Hasta engordé en Carabineros”, dice.

Sin título, nada, dijo la suegra Luz


El hombre de los plebiscitos y la hoy propietaria del hotel “Alonso de Ercilla” se conocieron en Portezuelo, en el campo de Mario Vaccaro, primo del médico, un fin de semana y “caí flechada; supe que iba a ser el único en mi vida”, dice ella. “Siempre pensé que con Any iba a ser algo serio; era una chiquilla bonita y tierna”, complementa él, aunque ella le reclama que tenía polola en cada barrio penquista. Cuatro años pololearon durante los cuales se cartearon duro y tupido. Él terminaba medicina en la U. de Concepción y ella con 18 años estaba en tercer año de arquitectura, en la U. de Chile.
“Mi mami (Luz Sobrino) nos había pedido que no nos casáramos sin nuestros títulos”, cuenta Ana, y ellos obedecieron. El 9 de junio de 1967 celebraron su enlace, cuando él era médico general de zona en Santa Juana y ella egresaba de la carrera. Por esas cosas del destino, el regreso allende Los Andes -el 9 de junio de 1986- coincidió con el aniversario de matrimonio. “Me las arreglé para hacerle llegar unas flores y la Any se encolerizó”, dice el médico, porque había puesto en riesgo la operación Regreso. Con los años, Ana Dall´Orso sabría cuánta razón había en el consejo de su madre, pues estando el médico asilado nueve meses en la embajada de Colombia, ella partió a Venezuela a trabajar en lo suyo; dejó a sus tres hijas de dos, cinco y siete años con sus padres en Concepción y casi un año después, la familia volvía a reunirse.
“La Luz, mi hermana, me llevó a las niñas a Colombia. La menor, Luz Aída, tenía dos años y no me reconoció. Ha sido el momento más triste de mi vida: Ahí me prometí no separarme jamás de mis chiquillas pasara lo que pasara”, dice, con un nudo en la garganta.
Diez años en el exilio no fueron fáciles para esta pareja, siempre tuvieron las maletas hechas y aunque él trabajaba en la Universidad Nacional de Bogotá y pudieron armar una casa “con muebles muy baratos”, solidarios como son mantuvieron las puertas abiertas para los 40 ó 50 exiliados que, como ellos, llegaron a Colombia. Hasta un jardín infantil se le ocurrió armar a ella. “Llegó un momento en que optamos por darles a los niños las proteínas y los adultos comíamos arroz o lo que hubiere. No había más”, cuenta Ana.
La pareja siempre ha vivido con contratiempos. El pasado mirista de Edgardo “aunque nunca estuve de acuerdo con la violencia de Miguel ni de Van Schouwen, yo los asistí como médico” le pudo costar la vida misma si un colega suyo en el JJ Aguirre, en Santiago, donde llegó a trabajar después de Santa Juana y donde los sorprendió “el golpe”, no lo hubiese salvado en un allanamiento al hospital: “El doctor Urzúa era un hombre de Derecha, pero me sacó en su auto”, dice.
Están agradecidos de aquel profesional: “Lo habrían matado, no tengo dudas. Edgardo es muy apasionado, idealista y confiado”, dice ella. Él guarda silencio, pero las hijas son más certeras: “Lo que pasa es que el papá es como Robin Hood y la mamá le aviva la cueca…”.

 Todo por la Jota


De la Jota, juventudes comunistas, eran Ester Araneda y Alfonso Araya, la pareja penquista- serenense que se conoció en Portugal con 10 de Julio, en Santiago. Ambos pertenecían al PC y apenas ocurrido “el golpe”, desde la clandestinidad la organización hacía saber a las nuevas autoridades que seguía viva: panfletos, declaraciones, movimientos en las poblaciones, casas de seguridad para esconderse. Todo era válido. En la década del 70, los habían capacitado -por separado- en la ex URSS donde estudiaron a Marx, a Lenin y a Engel.
Apenas se vieron, ella le recordó que era su trabajo protegerlo, trasladarlo y cuidarlo tras su fallida misión en Valdivia y su abrupto regreso a la capital. “No pudo llegar a la casa indicada y la Jota lo hizo volverse”, aclara Ester. En plena calle le indicó que no le preguntara por su vida y que hablarían lo justo y necesario. Pero con el tiempo “me enamoré y él también. Mi chiquitita, me decía”. Pololearon diez meses y en julio del 75 se casaron en Conchalí. Aparte de dos testigos, ni un alma más en la sala aunque la oficial del Registro Civil y de Identificación les hizo tomar fotos de su matrimonio, lo que ponía en peligro su seguridad. En Santiago, nadie la conocía y podía moverse como pez en el agua cumpliendo misiones, contactando a la gente que llegaba de provincia. “Hasta nos hizo besarnos y son las únicas fotos que tengo; si no hubiera sido por ella, Marisol, mi hija, ni sabría cómo era su padre y ella es el fiel reflejo de su papá”.
El año y 3 meses en que estuvieron juntos, lo vivieron intensamente, pero hasta sus besos eran clandestinos. No podían pololear en cualquier parte, dice. Y el día en que él partió a reunirse con otros dos compañeros y no volvió a la hora convenida, “supe que algo andaba mal. Tenía 7 meses de embarazo y habíamos quedado de acuerdo en ir a comprarle ropa a la guagua. Los dos pensábamos que nos podían detener en cualquier momento A su hermano, en La Serena, lo habían detenido y torturado; le preguntaban por él, y en Concepción, la CNI había ido varias veces a la casa de mis padres, pero siempre teníamos una dirección de la Jota y sabíamos dónde dirigirnos”. De hecho, en una oportunidad, en media hora contrató un camión, echó sus pocos monos arriba y se fue de la casa que ocupaba. “La José María Caro es de una solidaridad tremenda…”.
Desde octubre del 76, nunca más volvió a saber del “Flaco” -como le dice- un mueblista que tendría hoy 65 años y a quien quisiera volver a ver con la misma figura, subiéndose a un microbús y despidiéndose con la mano en alto mientras ella con su guata de 7 meses hacía lo propio desde el antejardín. Ella envejeció; no así sus recuerdos y quienes ven la foto prendida en el pecho, piensan que es su hijo. La única referencia que tuvo tras su detención es la de alguien que lo vio detenido en Tres Álamos en muy mal estado.
-¿Usted diría que, como en Los 80, su marido se inmoló por este amor?
“Yo creo que sí. Él murió por mí, por su hija y por su nieta; yo habría hecho lo mismo por él para que siguiéramos viviendo. Yo de verdad imagino que él se sacrificó por mí y no me delató. Vivimos un amor tan lindo, tan profundo que la verdad y por eso, no me imagino al lado de otra persona, pero a mí me gustaría saber por mi hija y por mi nieta qué pasó con mi compañero. No sé dónde ir a dejarle una flor”.

“Renecito, llegó la contraparte”

Fieles a su lenguaje leguleyo, el día que René (58) y Clemira (50) se casaban, el 18 de febrero de 1986, él había ido a tribunales y entonces Mario Cerda Catalán, abogado y testigo del enlace partió en su busca. Lo halló efectivamente en el edificio de la Corte de Apelaciones y tirándole de una manga, le dijo: “Renecito, llegó la contraparte…”
Y la contraparte, la hoy diputada por Coronel, Penco, Florida y otros, muere de risa. Transcurridos seis meses, su matrimonio lo bendijo el sacerdote Rafael Maroto, quien se hallaba suspendido de sus funciones por la Iglesia Católica, pero fue a la casa y “nos dio su bendición”.
Culminaban así 15 días de pololeo “efectivo”. Menos de dos meses habían transcurrido desde que ella, en su paso por Concepción y proveniente de la comuna de Chol Chol, donde impartía clases de educación básica como profesora que es, había pasado a la oficina de los abogados para informarse de las novedades de los “compañeros” en su ausencia y se encontró con Carvajal: “Me dio un beso a la maleta y yo me fui indignada. ¿Qué se habría imaginado…” No, le corrige él: “Te besé a lo Rodolfo Valentino…”.
Días después de aquel episodio, Clemira cuenta que se encuentra a boca de jarro en pleno Barros Arana, en Concepción, con René: Hola-Hola-Te invito a almorzar-Bueno, ya y fue a pasar las fiestas de fin de año a Lirquén, donde ella vivía con sus padres. “Yo creo, -dice la diputada- que fue cosa del destino. No me lo puedo explicar de otro modo”.
Hoy son padres de cuatro hijas y en la crianza, el ex señor alcalde tuvo que aprender a ponerle el hombro. No ha sido fácil levantar a las niñas en las mañanas mientras su madre estaba en Valparaíso, servirles desayuno, partir al colegio, interrumpir una reunión y partir a buscarlas de nuevo, hacer tareas y asistir a las reuniones.
Ahora, ha vuelto a incursionar en política tras la derrota y 16 años en la alcaldía; asume que la instalación de dos termoeléctricas -Colbún y Bocamina II- le jugaron en contra, pero ya ganó las internas del PS y espera imponerse como candidato de la Concertación. Capaz que salga y entonces, de seguro, aprovechará un evento público para saludar a su esposa desde el micrófono como solía hacer, medio en serio medio en broma, cuando le decía:
-“¡Señora diputada, cómo está usted, qué gusto de tenerla en casa…!”. Sólo le faltaba preguntar: “¿Y dormirá hoy con el señor alcalde…?”

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