Maestros

/ 19 de Noviembre de 2015

Por poco más de 130 años, las escuelas normales estuvieron egresando profesores de educación primaria, cuyo destino seguro era una escuelita rural. En ellas eran verdaderos maestros que infundían respeto entre sus alumnos e impartían enseñanzas para la vida de aquellos pequeños, con una tremenda cuota de sacrificio por la precariedad con la que llevaban a cabo su labor. Hoy, cuando la formación de los futuros docentes está en el tapete de la discusión, mostramos las historias de cuatro maestros normalistas, quienes compartieron sus experiencias y nos dejaron sus lecciones.

Por Pamela Rivero Jiménez.

 

Era la primavera de 1970. Mirton Godofredo Bello Quintana, de 20 años, pasaba la asistencia a los estudiantes de la escuelita unidocente número 85, del Fundo Flores, ubicado “frente” a San Fabián de Alico. Prácticamente recién había egresado de la Escuela Normal Juan Madrid Azolas de Chillán.

Cuando nombró al alumno Figueroa no hubo respuesta. Sus compañeros le contestaron que no estaba en la clase, porque su mamá había muerto la noche anterior.

-Les dije: “Hoy en la tarde le iremos a dar el pésame a su familia. Yo llevo una velas y ustedes, unas florcitas de sus casas. Cuando llegamos sentí escalofríos al ver la imagen que se presentaba ante mis ojos. Ahí estaba la mamá de Figueroa, recostada sobre la mesa del comedor, envuelta en una sábana blanca, y a su lado un niño recién nacido”, rememora Mirton Bello.

La mujer había fallecido en el parto. “El niño venía atravesado”, dice el profesor. Ante esa dificultad, poco pudo hacer la partera que atendía los nacimientos en ese campo. “En ese momento pensé: yo aquí no puedo venir solamente a enseñar a leer y a escribir. Tengo que hacer algo más por esta gente”.

Y lo hizo. Mirton ocupó sus vacaciones de verano del año siguiente para realizar un curso de Primeros Auxilios en el Hospital Herminda Martin. “Fui a contar la historia de esa apoderada a la oficina de salud de Chillán y me permitieron hacer ese curso. Ahí estuve todo el verano aprendiendo a hacer curaciones, a poner inyecciones y, lo más importante, a atender partos”. Al año siguiente tuvo su debut cuando, sin mayores dificultades, trajo al mundo a un niño de una familia del sector.

Pero ésa no fue la única ocasión en que debió oficiar de “médico”.

“En otra oportunidad el administrador del fundo donde estaba la escuela apareció con un dedo colgando. Había tenido un accidente en el campo. Me acordé del dicho ‘calentito pega’ y junté ambas partes, le puse unas pomadas, lo vendé y le aconsejé que tenía que irse al día siguiente al hospital de San Fabián de Alico. Cuando lo revisaron, las monjitas que estaban a cargo de ese recinto le dijeron que el dedo se había salvado gracias a los primeros auxilios recibidos”.

Mirton Bello recuerda esta etapa de su vida, sentado en una de las sillas de una salas de clases de la escuela Alonkura, de Hualpén, donde hace sólo dos años terminó su labor formativa enseñando Lenguaje a cursos de educación básica. Y aunque está jubilado, no olvida pasar a saludar a sus ex colegas y a sus estudiantes.

“La época de profesor en el campo es para mí fuente de los más hermosos recuerdos y de mucho orgullo, porque en la Escuela Normal no nos educaron para formar grandes alumnos, sino que nos estimularon para formar personas, porque esa enseñanza dura toda la vida. Por eso es que yo abogo para que las universidades en primer lugar hagan que sus estudiantes de pedagogía sean profesores comprometidos con la sociedad, que más que egresar a un educador intelectual, con grandes conocimientos, eduquen a colegas que se involucren con sus niños y que sean un ejemplo para su comunidad escolar”.

Educar a los más “desventajados”

Bellos recuerdos de sus tiempos de maestros rurales tienen también sus ex compañeros de la Escuela Normal de Chillán: Audito Retamal Lazo, alcalde de San Pedro de la Paz; Juan Cancino Cancino, rector de la UCSC, y Juanita Gutiérrez Córdova, coordinadora del programa de Integración de la Daem de la Municipalidad de San Pedro de la Paz.

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Mirton Bello recuerda sus días de normalista desde el aula de Hualpén donde finalizó su carrera de profesor, hace dos años.

 Todos en diferentes etapas de sus vidas entregaron sus primeras enseñanzas en escuelitas de campo, donde llegaban a tener en una sola sala a niños de hasta tres cursos diferentes, pues en aquellos tiempos, y como sucede todavía en localidades apartadas, estos establecimientos contaban con uno o, como mucho, dos profesores para hacerse cargo de la enseñanza desde primero hasta sexto básico.

El espíritu de las escuelas normales, creadas en 1842, durante el gobierno de Manuel Bulnes, era extender la educación primaria a todas las clases sociales y lugares apartados del país, a tratar directo con el pobre y con el más desventajado, como establecían sus objetivos, y por ello, salvo los estudiantes de las escuelas normales de Santiago, los de las entonces “provincias” (creadas en Chillán,  La Serena, Valdivia, Puerto Montt, Copiapó, Victoria, San Felipe, Curicó, Talca, Limache, Angol, Ancud, Antofagasta, Viña del Mar, La Unión y Rancagua) tenían como segura destinación una escuela rural, generalmente muy apartada de los centros urbanos.

Su formación les obligaba a desarrollar la didáctica, hoy llamada metodologías, para operacionalizar el aprendizaje de la matemática y las ciencias. A usar diferentes técnicas para enseñar a leer y escribir. Y para ello debían empezar desde cero, pues como en sus tiempos no existía la educación preescolar, y los niños ingresaban a primero con 6 o 7 años, tenían que comenzar desde la etapa de “apresto” (atención, comprensión, motricidad fina y gruesa, memoria visual y auditiva, la orientación espacial y temporal), habilidades que hoy se estimulan en la educación inicial. También se les pedía saber ejecutar algún instrumento y se potenciaba el desarrollo de las artes para incorporarlas a la educación de sus alumnos.

Pero como, además, estaban llamados a convertirse en actores activos -y hasta autoridades- dentro de la comunidad, tuvieron que aprender sobre agricultura, jardinería, ganadería, construcción, a faenar animales y cosas tan específicas como ensillar un caballo, pues los más afortunados contaban con este medio de transporte para recorrer los 50 o un poco más de kilómetros que los separaban de las ciudades o para trasladar a los niños que vivían muy alejados de las escuelas cuando las tormentas de lluvia y nieve arreciaban.

“Los profesores de la Normal siempre nos dijeron: cuando vayan al campo se van a encontrar con una realidad que quizás ni imaginan, con el número de la escuela pero no con el local, y a ustedes les va a tocar construirlos”, recuerda Mirton Bello.

De hecho ésa fue una de sus primeras labores. “Cuando llegué a la escuela del Fundo Flores, los niños estudiaban en una bodega donde se guardaba el trigo, y mi pieza estaba junto a las pesebreras. Ahí  instalé un camastro. Para qué le cuento lo mal que dormía en los días de invierno, porque con el viento los animales se asustaban y pateaban las puertas. Era terrible”.

Pero era joven, tenía ingenio, fuerza y muchas ganas de ayudar, y con esa fe, poco a poco, junto con los apoderados fue reuniendo madera, pidiendo en los aserraderos cercanos, hasta que pudieron levantar una sala de clases.

De profe rural a rector de la UCSC

Durante sus años de estudiante normalista, el actual rector de la UCSC era conocido como el “mateo Cancino”. Siempre fue el mejor alumno y a su egreso lo destacaron con ese reconocimiento. Con su compañero Mirton Bello ingresaron en 1963, con no más de 13 años, como internos a la Normal de Chillán, tras finalizar el sexto año de preparatoria (equivalente al sexto básico de hoy). Son de la generación que estudiaba seis años para obtener el título de profesor normalista de educación primaria.

Sólo los tres mejores alumnos de cada escuela tenían derecho a dar el examen de admisión a una escuela normal, que consideraba una rigurosa selección “para asegurar que podíamos desarrollar la vocación que ellos necesitaban, entendida como un profundo deseo de guiar y ayudar a otros a aprender”, explica Juan Cancino.

La enseñanza allí era gratuita. Los alumnos recibían alimentación, alojamiento y vestuario. Casi todos provenían de familias humildes que entendieron que la educación era la puerta de salida de la pobreza para sus hijos.

 “A mí me llevó a dar ese examen el director de mi escuela en Villa Alegre, Francisco Quilodrán, quien sin saberlo fue mi benefactor durante todos esos años. Lo acompañé a conversar con varios dueños de fundos cercanos, entre ellos en el que trabajaba mi padre, que era obrero agrícola, para que me ayudaran a costear los pasajes para visitar a mi familia aunque fuera dos veces al mes. Hace pocos años supe, por boca de su hija, que ese dinero siempre salió de su bolsillo. Creo que él creía tanto en mí que anónimamente decidió hacer ese aporte, porque estaba convencido de mi amor por enseñar y porque, claramente, no recibió respuesta de las otras personas a quienes acudimos”, explica el rector de la UCSC. 

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Juan Cancino dice que la formación normalista potenciaba la flexibilidad en los métodos para encontrar diferentes maneras de enseñar.

De su paso por la Normal recuerda que desde la primera clase les recalcaron: “Ustedes se convertirán en profesores, serán un modelo para la sociedad. Día tras día, durante seis años nos repitieron esa frase, por eso desarrollamos esa profunda vocación que caracteriza al normalista”.

Además de la enseñanza, la disciplina era férrea y la presentación personal un tema de vital importancia: “Si alguno andaba con los zapatos sin lustrar o con un cordón cortado, rápidamente nos llamaban a terreno y nos recordaban que un profesor tenía que dar el ejemplo, partiendo con su imagen”.

Sobre la manera en que los formaron señala que el foco de la enseñanza que recibían estaba muy relacionado con el destino que iban a tener. “No era saber por saber, sino que éste debía ser siempre aplicado al quehacer profesional”.

No por nada, el decreto que creó la primera Escuela Normal de Preceptores de Santiago establecía que ésta debía formar “maestros idóneos, con reconocida moral, provistos de métodos fáciles, claros y uniformes para extender la educación primaria en el país”. El documento también manifestaba que aquella instrucción sería la base sobre la que se cimentaría la mejora de las costumbres y el progreso intelectual del pueblo.

Juan Cancino empezó su carrera de profesor, a los 19 años, en la escuela de Rari, en la Región del Maule. “Era una casa pequeña, de adobe, con dos salas y un pequeño patio interior con una letrina. Tenía un sector techado y una pieza que hacía las veces de cocina donde se preparaban los alimentos para los niños”. El estado del local era tan calamitoso, que cuando llovía caían goteras casi en toda la sala. “El único lugar donde esto no sucedía era en torno a la mesa del profesor, así es que ahí nos arrinconábamos para hacer clases”.

Por ello, igual como hizo Mirton Bello, junto a la comunidad se pusieron como objetivo construir una nueva escuela. “Aprovechábamos la llegada de los turistas a Panimávida (cercana a Rari) durante los feriados y el verano para recolectar donativos, y el resto lo puso el Estado. Para ayudar con las faenas, nos conseguimos un tractor y un coloso, e íbamos a buscar rocas al río que se utilizaron en la construcción de la nueva escuela que tuvo el trabajo de las manos de los niños, de sus familias y de los profesores”.

En ese momento, añade, carecíamos de todo. El ingenio era nuestro único insumo. “Imagínese la diferencia con lo de hoy, donde las salas tienen computadores, data show y otras tecnologías. En cambio a nosotros se nos hacía muy difícil hasta generar las imágenes para enseñar de otras realidades a estos niños que no conocían más que el campo. Como yo tenía habilidad para el dibujo, utilizaba las artes plásticas como recurso para mostrarles, en papelógrafos, cartones o el material que tuviéramos, imágenes de los planetas o de otros países, para que ellos tuvieran una idea de lo que les estaba hablando. Cómo iban a entender el sistema solar, si no es mediante imágenes”, se cuestiona.

Eso, dice, lo lograban gracias a una formación que potenciaba la flexibilidad en los métodos, que instaba a buscar diferentes caminos para enseñar y, sobre todo, para verificar que el estudiante había comprendido, exigiéndole que pudiera aplicar ese conocimiento”.

La vocación en el centro

Antes de convertirse en el jefe comunal de San Pedro de la Paz, Audito Retamal fue un maestro rural, en el “campo campo”. El valle de Atacalco, en la comuna de Pinto; la Hacienda Rucamanqui, el sector de Rastrojo y Huépil -tres localidades de la comuna de Tucapel- tuvieron al “profe Audito” como el guía que enseñó a varias generaciones de sus niños a trazar sus primeras letras, a entender la matemática y la historia, esta última su mención.

Cuando terminó el Sexto de Humanidades (cuarto medio de hoy) entró a la Escuela Normal Juan Madrid Azolas. Un año antes se había establecido por decreto que para el ingreso a estas instituciones los postulantes debían haber finalizado lo que hoy equivale a la enseñanza media. A estos normalistas se les llamó profesionales. Cursaban tres años, egresaban con una mención y estaban habilitados para hacer clases hasta octavo básico.

Alejandro Zoñez / Agencia Gradual
Audito Retamal y Juanita Gutiérrez son de la generación de los “profesionales”. Tras egresar de sexto año de humanidades, estudiaban tres años en la Normal para conseguir su título de profesor.

500 jóvenes se presentaron en esa oportunidad y sólo quedaron aceptados 120. “Nos seleccionaban mediante pruebas escritas, pero lo que definía todo era la entrevista personal. Ahí los evaluadores decidían si teníamos capacidades, la fortaleza y la vocación que significaba enfrentar ese desafío”, explica el alcalde.

Por el mismo proceso pasó Juanita Gutiérrez Córdova, compañera de promoción de Audito Retamal. “Nunca he olvidado esa imagen. Nos hacían entrar a un gimnasio y estaban todos los profesores evaluadores sentados. Nos hacían preguntas de cultura general, cuestionaban nuestro interés por ser docentes, incluso dicen que se consideraba tu postura, tu expresión y hasta tu presentación personal”.

Ambos sortearon con excelentes puntajes esos exámenes y estuvieron entre los 15 primeros aceptados de ese año (1968).

Ya en la segunda semana de clases vivieron su primer acercamiento a la enseñanza en las aulas. A un costado de la Normal de Chillán funcionaba la Escuela Anexa, a la que asistían niños de primero hasta sexto básico de alto rendimiento. Ese lugar era para ellos un centro de práctica al que debían concurrir de forma paralela a las clases. 

“Primero íbamos a observar a nuestros profesores dos horas por semana. Ahí veíamos cómo ellos llevaban a la práctica lo que nos habían enseñado, a eso le llamaban clase modelo. Luego, en segundo año, debíamos ir nosotros a dictar una clase siempre bajo la supervisión de un profesor guía y otros dos observadores, quienes luego nos entregaban su retroalimentación. En el tercer año, correspondía hacer práctica en el campo”, recuerda el jefe comunal.

¿Cómo se lograba cumplir los objetivos con cursos diversos en una sala de clases y con prácticamente cero recursos? Audito Retamal repite una frase que tiene grabada en su mente: “El profesor que no ama a sus alumnos es un triste profesor, con una gris pedagogía”. Porque de eso se trata esta profesión, enfatiza, de asumir que la vocación es el centro, que hay que hacer del trabajo un disfrute. “Convencerse de que uno es la esperanza para muchos niños. Algunos de ellos esperan ir a clases para encontrarse con sus compañeros y su profesor, pues tal vez ése es el mejor momento de su día. Y eso lo digo pensando en los niños de antes, a los que eduqué en el campo, y en los de hoy, sobre todo de los que provienen de hogares vulnerables”.            

Y añade: “Si tenemos colegas que están descontentos con su trabajo, que están cansados, que quieren que termine la hora lo más rápido posible, cuál es la esperanza de ese niño de encontrar algo en común con su profesor. Al establecerse vínculos de afecto se pueden modelar conductas, personalidades y entregar valores. Y ésa es una idea que se nos reforzó mucho en la Normal. Que la clase es un argumento para hacerse amigo del alumno, y a partir de esa relación se inicia el interés por el conocimiento”.

Ese cariño, sostiene, nacía al conocer las realidades de esos pequeños. Dice que nunca ha podido olvidar el día que le tocó ver la primera nevada en el valle de Atacalco. Como todas las mañanas, esperaba a sus estudiantes en la puerta. “A lo lejos vi que venía un grupo caminando. Eran cerca de 10 mis alumnos. En su espalda cargaban sus morrales, pero me llamó la atención que algo llevaban en sus pechos. Cuando pude distinguirlos mejor, vi que eran sus zapatos. Venían caminando descalzos para que la nieve no se los quemara. Sin hacerse mayores problemas, entraron a la sala, se secaron sus ‘patitas’ y recibieron felices el chocolate caliente que les preparábamos en la escuela. Ese tipo de sacrificios suyos nos hacía tener más ganas de ayudarlos, de comprender que como no todos tenían las mismas capacidades, éramos nosotros quiénes debíamos buscar métodos para que en sus tiempos lograran los aprendizajes esperados. Quizás la cantidad de contenidos que uno alcanzaba a entregar era menor a la que se nos solicitaba, pero nos asegurábamos de que todos, unos más rápido y otros más lento, hubiesen aprendido”.      

Aprender haciendo

Juanita Gutiérrez egresó de la Normal de Chillán con mención en Educación Física. Fue destinada a una escuela rural cercana a la que hoy es la central hidroeléctrica Colbún Machicura y luego continuó ejerciendo en otra, en el cerro Merquín, en Lota. Finalmente, tras hacer un diplomado se especializó en la enseñanza de niños con dificultades de aprendizaje.

De aquellos años como maestra rural recuerda como anécdota que en aquella escuela de Colbún recién recibió su primer sueldo en septiembre de ese año. “Los dineros venían del Ministerio y había mucha burocracia, así es que junto a las colegas que llegamos a ese lugar vivimos casi la mitad del año ‘al fiado’. Tuvimos suerte porque encontramos a una señora que ofrecía pensión que nos permitió pagarle con todos esos meses de desfase, algo que nadie aguantaría hoy”, dice entre risas.

Siempre supe -añade- que con esta profesión jamás me haría rica, pero me encantaba y me sigue fascinando. “Hoy tal vez las cosas son vistas de manera diferente por nuestros colegas, porque las necesidades económicas son otras, y la sociedad misma nos evalúa mucho más por lo que tenemos que por lo que somos. Estoy de acuerdo con que los sueldos de los profesores deben mejorarse, pero también tengo claro que la dignificación de la profesión no va por ese lado. La dignidad la dan los valores y nuestra capacidad y honestidad para trabajar”.

Rememora el caso de un pequeño de su primera escuelita, que de acuerdo con lo que ella podía evaluar en aquella época, tenía problemas de aprendizaje. “Era más lento para aprender que el resto, le costaba más, por eso los fines de semana que yo no viajaba a ver a mis padres, pasaba a buscarlo a su casa y salíamos a caminar. Ahí sosteníamos largas conversaciones donde yo le reforzaba los contenidos. Si estábamos estudiando las partes del árbol, las veíamos en terreno; se estimulaba una enseñanza orgánica, para él y para sus compañeros. Si iban a contar, usaban sus dedos; hacíamos que las figuras geométricas las encontraran en la naturaleza o en el entorno de la sala de clases, todo esto para que vivenciaran el conocimiento o aprendieran haciendo, como hoy se dice. Esas horas extras que yo le dedicaba, a ese niño o a otro que lo necesitara, no me las pagaban, pero yo tampoco lo pedía, porque lo hacía con mucho gusto”.

Su hermana siempre le repite que los normalistas son fanáticos, pero ella le responde con la siguiente reflexión. “Éramos profesores ciento por ciento dedicados a esos niños, porque para eso nos formaron”.  Estaban con ellos en el patio, jugaban a las bolitas, a saltar la cuerda, al trompo, y si llovía se quedaban durante el recreo dentro de la sala jugando cartas. Ellos así se divertían y, sin darse cuenta, iban poniendo en práctica conocimientos matemáticos, por ejemplo”.

El fin 

A fines de 1973, durante el Gobierno Militar, el Ministerio de Educación anunció la determinación de suspender las actividades docentes en las escuelas normales del país. Una comisión de especialistas fue mandatada para elaborar un informe sobre su continuidad, la que finalmente dispuso que la formación de profesores de educación básica debía ser responsabilidad sólo de las universidades. Era enero de 1974. 

“Fue el peor error que pudieron haber cometido. La educación normalista tenía prestigio internacional. Recuerdo haber tenido compañeros de El Salvador, de Venezuela, de Ecuador que venían a formarse como maestros con nosotros, atraídos por la excelente enseñanza que en Chile se entregaba”, asevera Mirton Bello.

Y aunque esos años están lejanos, ninguno de nuestros cuatro entrevistados olvida a la que fue su “alma mater”, y cada 17 de abril se reunen con compañeros de diferentes generaciones, en la Plaza Victoria de Chillán, para rendirle homenaje a la Escuela Normal Juan Madrid Azolas que, como asegura Mirton, “les enseñó a ser profesores de profesión, pero maestros de corazón”.

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