MUERTES PREMATURAS

/ 25 de Febrero de 2008

Mientras estaba de vacaciones me golpeó una noticia dolorosa y, por supuesto, inesperada.  La muerte trágica, el mismo día y casi a la misma hora, de dos hombres jóvenes, pletóricos de proyectos, sanos, exitosos, a quienes la tragedia los abatió como un rayo.

Uno murió en Nueva York y aún se desconocen las causas precisas de su deceso.  El otro en Santiago,  de un fulminante aneurisma cerebral.  Uno era un actor de cine que ascendía vertiginosamente hacia la fama.  El otro, un joven abogado, de treinta y cinco años, que estaba en la flor de su vida y tenía cientos de proyectos de trabajo en su bufete.
A uno lo conocí por la bellísima película “Corazón de Caballero” y en otra bastante fuerte “Secreto en la Montaña”, que le valió una nominación al Oscar por su actuación como vaquero gay.
Al otro, le tenía verdadero afecto, simpatía y guardo el recuerdo de varias conversaciones en que fue muy cariñoso y gentil.  Era amigo de mi hija Paula y yo aprecio mucho a su madre, la periodista Paulina Gallardo, y le rindo pleitesía a su padre, también periodista, el gran señor del Periodismo ya fallecido Alfredo Pacheco.
Uno se llamaba Heath Ledger, era un australiano de 28 años, rubio y bello.  Pero yo lloro a Andrés Pacheco Gallardo, tal como su segundo apellido, caballeroso, inteligente, prestigioso y muy querido por sus amigos.  A ambos la muerte le dio un cruel zarpazo que no merecían.  Heath y Andrés, que partieron el mismo día, tenían toda una vida por delante.  También lloro por Paulina, su madre, estoica, valerosa, aguerrida, quien se apoyará en el único hermano de Andrés, Camilo, que será seguramente para ella el puntal que la reconfortará y quizás, algún día, borre la sonrisa triste que desde hace mucho veo pintada en su rostro.
La temprana partida de Andrés me ha hecho pensar cuán lejana nos parece la muerte y cuánto nos horroriza.  Sin embargo, como dice Heidegger, nacimos para la muerte, que es nuestra única certeza. También he recordado los versos de Jorge Manrique, escritor de la época de oro de las letras españolas y que están grabadas en el frontis del Cementerio Católico de Santiago.  En ellos nos habla de esta muerte traicionera, solapada, que como una sombra, nos acecha a todos:  “Recuerda el alma dormida, avive el seso y despierte, cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando, cuán presto se va el placer, cómo a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
Me cuesta imaginar a Andrés yaciente y con los párpados inertes.  Creo que sin duda está gozando de maravillosas pláticas con su padre, don Alfredo, hombre de una  sabiduría exquisita quien, como su hijo, amaba las conversaciones largas, amenas, enriquecedoras.
María Angélica Blanco

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