Un año sabático en otro planeta

/ 31 de Mayo de 2013

Con placer me tomaría un año sabático en otro planeta. Tal vez, en un pequeño asteroide. Mi planeta está contaminado no sólo de polución ambiental en mares, ríos y ciudades. El corazón de  los seres humanos que lo habitamos, también. Hemos perdido la capacidad de asombro. Los medios de comunicación nos alimentan a diario con lo que parece ser el negativo de una fotografía, revelándonos el lado más oscuro del hombre, porque eso vende periódicos, eleva el rating televisivo y asegura audiencia radial. Nos hemos vuelto fríos e inmisericordes en medio de tanta violencia, atentados, países derrumbados económicamente, guerras, amenazas de bombas nucleares asiáticas, asesinatos, violaciones, muerte y destrucción. En nuestro país asistimos impávidos a una suerte de circo romano, ad portas de una elección presidencial, observando cómo los candidatos se descalifican entre ellos en una lucha despiadada por el poder, no importando quienes queden botados en el camino de esta descarnada maratón.
Por eso me gustaría viajar hasta el asteroide B 612, en el que vive un niño candoroso y tierno que tiene la capacidad de soñar y encantarse con quienes habitan su pequeño mundo. Una  flor y un zorro. También lo acompaña un árbol, el baobab, y dos diminutos volcanes. Es la mágica historia de El Principito, de Antoine de Saint- Exupéry, que acaba de cumplir 70 años. Su autor lo editó en mayo de 1943 logrando cautivar a varias generaciones que no lo consideran un texto para niños, sino una postura filosófica ante la vida. Releyéndolo, volví a emocionarme y a sentir el mismo asombro que me produjo a los doce años. El texto estremece por su contenido, pues nos recuerda dónde reside la esencia de los conflictos existenciales: en la soledad, en la falta de relaciones fraternales y cobijadoras entre las personas. Nos invita a dejar de lado el pensar calculante, esa razón mezquina que todo lo mide y lo sopesa en dinero, el éxito, la competitividad, el triunfo y los bienes materiales. Recorriendo sus páginas nos damos cuenta que necesitamos domesticar y ser domesticados, como hizo el Principito con la flor y con el zorro. El zorro le pide al niño que lo domestique y él le pregunta qué significa domesticar. El zorro responde: “Significa crear lazos para siempre. Si me domesticas, serás para mí único en el mundo y yo lo seré también para ti. Si prometes que me visitarás mañana, desde que amanezca, comenzaré a ser feliz. Reconoceré el rumor de tus pasos, que serán diferentes de todos los demás. Aunque no te vea venir, el ruido de tus pisadas me anunciará la felicidad. Debes recordar que lo esencial es invisible a los ojos, pero también sé feliz con las pequeñas cosas y disfruta con lo que le hace bien a tu alma”. El Principito le contesta: “Me has convencido. Te domesticaré.  ¿Sabes lo que me hace feliz? Las puestas de sol. Como este asteroide es tan pequeñito, solamente necesito correr una silla para asistir a una puesta de sol. Un día vi ponerse el sol cuarenta veces”.
Me pregunto avergonzada: ¿Cuándo fue la última vez que gocé el bello espectáculo del sol hundiéndose en la tierra o en el mar? ¿Hace cuánto que no domestico una flor para regarla  y sentir que es única en el mundo? Creo que me tomaré un año sabático en el asteroide B 612 para volver a sentir capacidad de asombro. En mi planeta sólo hay un niño que ha logrado despertarla. Mi nieto. Tiene cuatro años y está en la edad de los porqué. Hasta una minúscula brizna de hierba lo intriga. Cuando siento el rumor de sus pequeños pasos, vuelvo a ser plenamente feliz.

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